No supe dedicarle un "te quiero". Me lo callé por miedo, ese intrínseco temor que a veces me paraliza. Hoy ya es tarde, y se lo digo, mirándole a los ojos.
Esperó tanto tiempo para escuchar apenas esas dos palabras, una frase que te lo dice todo, y dependiendo de quién las diga te conforta el alma. Se ha ido, y esta vez para siempre. No pude impedirle que partiera.
Si tan sólo hubiera sido menos egoísta, quizás estaría aquí, y no le diría a su cuerpo frío que le quise, que aún le quiero. Que nunca nadie me hizo tan feliz. ¿De qué vale ahora decírselo? Ya no me escucha.
Recuerdo sus mensajes. Su preocupación constante por mí. No sé si llegué a merecer su cariño.
Se enamoró de mí, y más de una vez me sentí presionado. Y es que no sé bien cómo expresar lo que siento. Quizás yo también me enamoré y nunca pude identificar ese sentimiento.
De lo que sí estoy seguro es que le extraño. Llegó a mi vida, y hubo días en los que puso todo patas para arriba pero en otros, me acomodó la existencia apenas con mirarme.
Se perdió en mis brazos, mis besos y mi aroma. Teníamos una química perfecta. Y era mi piel su abrigo preferido.
Le doy un beso en sus labios, y no parecen suyos. No tienen el fuego que quemaba los míos. Un beso con sabor a muerte, a despedida.
Lloro, desconsoladamente porque descubro que le quiero y se lo digo a gritos: "¡Sí, te quiero! ¡Te quiero mucho! ¡Te amo! No lo dije antes porque temí ser feliz y que un día esa felicidad me fuese arrebatada de las manos."