CAPÍTULO EXTRA 01 | Conociendo a Asher Wesley
Asher
Cuando era pequeño, me caracterizaba por ser muy soñador. Nadie podía culparme, tenía una madre dulce, un padre amoroso y unos abuelos que se la pasaban pregonándose amor eterno frente a mis narices. Con una imagen tan perfecta, ¿No sería normal que pensara con un futuro igual de alegre para mí?
Me veía a mi mismo con una buena carrera, viviendo en una enorme casa junto a la playa, con una esposa dulce, atenta y fascinante y un trío de hijos adorables corriendo a mi alrededor. Vidas perfectas, alegres e ideales que, para mis doce años, parecían tener mucho sentido.
Pero claro, fue cuatro años después, a los dieciséis, que la imagen perfecta de mi futuro se desvaneció para abrirle paso a la cruda realidad que nunca antes me había permitido ver. A veces no estudias la carrera que deseas, a veces no trabajas en un lugar bueno, en ocasiones no consigues una buena esposa y, si llegas a hacerlo, es probable que no envejezcas con ella, ni que se pregonen amor eterno. Y, en algunos casos, ni siquiera tienes hijos, si llegas a tenerlos, es posible que no los ames o que ellos no te amen a ti o, quizá, que termines haciéndolos vivir un infierno como el que me tocó vivir a mí.
Respiré entrecortadamente nada más recibir el tercer golpe del puño de papá. Varias gotas de sangre chorrearon hasta mis dedos y la cabeza me palpitó endemoniadamente, haciendo que todo me diese vueltas y la vista se me tornara borrosa.
Acababa de llegar, borracho y desorientado y en cuanto le pregunté cuanta se había metido, con la única intención de ayudarlo a sacarla de su cuerpo, su puño dio contra mi como si quisiera descargar una ira inexplicable que yo, ingenuamente, había desatado.
Siempre creí que era algo en contra mía, que yo le producía repulsión o que simplemente me odiaba por ser yo, pero pronto descubrí que se trataba de las drogas; lo hacían ver y oír cosas que no estaban ahí, hacían que, cuando me escuchaba preguntándole acerca de su día o cuanta mierda había ingerido, escuchaba a mamá riñéndolo, diciéndole que estaba arruinando su vida y eso no le gustaba. Le enfurecía tanto al punto que terminaba usándome como un saco de box.
—Zángano insolente —espetó, dándome otro más de sus golpes, esta vez, en las costillas— Vete a la puta mierda y no te metas en mis asuntos.
Y otro y otro y otro más hasta que caí al suelo y no fui capaz de moverme. Me dolía todo, apenas podía respirar y estaba tumbado en una posición nada favorable, porque sentí que iba a ahogarme con la propia sangre que se desprendía de mi boca. Apenas pude ver las suelas de sus zapatos cuando se alejó a zancadas por el pasillo y se encerró en su habitación.
Cuando quedaba envuelto en ese tipo de situación, me gustaba imaginar que alguien vendría, entraría por esa puerta, me vería casi muriéndome en medio de la sala y haría algo por ayudarme a salir de ese infierno. Creí que sería mi madre quien vendría al rescate, me sonreiría y me diría que me fuera a vivir con ella, a refugiarme en la calidez de su abrazo. Pero no, nadie nunca llegaba. Al final, opté por entender que, si quería salir de ahí, tendría que hacerlo solo.
Y pese a que deseé hacerlo muchas veces, sabía lo que implicaba y no era capaz. Me golpeaba, humillaba y gritaba casi a diario, pero seguía siendo mi padre, seguía siendo lo único que tenía.
Con el divorcio de mis padres, todo se vino abajo. Mi madre se marchó prometiendo que volvería a por mí cuando encontrara algo estable para los dos, pero fue cuestión de dos meses para que encontrara a alguien nuevo y decidiera acoger a su hijo como un reemplazo perfecto para mí. En días, yo ya no existía y tuve que vivir con ello. Al principio todo estaba bien, seguía teniendo a los abuelos, que me amaban incondicionalmente, pero el segundo diluvio llegó cuando a la abuela le diagnosticaron un tumor cerebral demasiado tarde y tuve que verla morir pocos meses después. Con ello, el abuelo no podía vivir en paz paseándose por la casa llena de recuerdos y decidió mudarse a un ridículo pueblucho en Washington, a miles de kilómetros de nosotros.
Así fue como me quedé solo con papá, creyendo que seríamos los dos contra el mundo, pero la oscuridad lo acogió al punto que se descargaba en alcohol, drogas, riñas y bares. No se fue, pero casi parecía como si lo hubiese hecho. A veces no llegaba a dormir, otras lo hacía solo para molerme a golpes y, en contadas ocasiones, tenía que encontrármelo en un hospital, desintoxicándose.
Todo era una mierda.
El abuelo mandaba dinero algunas veces, lo suficiente para sobrevivir, pero papá había dejado de trabajar, mi madre ya no respondía por mí y con la muerte de la abuela, era un negocio menos que proveyera ingresos para subsistir. Fue entonces como la falta de dinero me obligó a cambiar de escuela y comenzar de cero en Roden High.
No era la gran cosa, tampoco muy grande y las personas no es que fueran impresionantes, tampoco les presté mucha atención en mi primer año. Era callado, distante y me la pasaba casi todo el día con cara de culo. No fue fácil alejar a las personas de mí, pese a mi mala actitud. Porque claro, podía ser un completo hijo de puta, pero seguía siendo atractivo y eso parecía, para mis compañeros, como si llevara un cartel gigante con luces de neón que decía <<Claro, háblame, quiero ser tu amigo>>
Pero no, no quería que me hablaran, ni que fueran mis amigos. Quería que me dejaran hundirme en paz y listo.
Aun así, las chicas eran insistentes, con los hombres fue más sencillo, pero ellas...¿Por qué les ponía tanto que las trataran mal? Prácticamente yo podría mandarlas a la mierda y ellas lo verían como lo más dulce del mundo. Así que, al ver que no podía sacármelas de encima, decidí usar la atención que me daban a mi favor. Y fue de ese modo como comenzó lo que algunos llaman, mi época de puto.
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Editado: 19.03.2023