Ya sonríe la aurora de ojos grises
que desafían a la torva noche,
inundando las nubes del oriente
con listones de luz.
(Shakespeare, Romeo y Julieta)
Cuando amaneció, Neko estaba sentada encima de mi estómago, como un centinela que saludaba al nuevo día. Me froté los ojos y me senté intentando mantener los párpados levantados. Ya a esas horas hacía calor y eso me puso de mal humor. Estiré las piernas, todavía doloridas, y me froté la espalda mientras bostezaba. La pequeña criatura, que no era mucho más grande que un gato, se acurrucó a mi lado y ronroneó.
Estaba maravillada por el color y los rasgos del animal, pues nunca había visto un naranja tan definido e intenso; observándola con atención, también descubría que su rostro iba desde rasgos lobunos bien delicados hasta facciones felinas demasiado salvajes. Las garras eran blancas, como marfil pulido, y en el punto en que confluían el cuello y los hombros había un pequeño hueco que daba lugar al nacimiento de las alas. Probablemente, al transformarse, ese era el sitio donde Shieik se sentaba para volar.
Esbocé una sonrisa mientras admiraba a la pequeña jikán, incapaz de procesar el hecho de que aquella encantadora e indefensa criatura fuese descendiente directo del dios de Hatenayasko. Extendí la mano con cuidado y le toqué un costado de las alas, pero una descarga de energía ardiente me quemó las venas como fuego líquido. Me eché hacia atrás con un grito y, aunque me dolía terriblemente el cuerpo, me aparté de la jikán a la rastra. Al cabo de lo que parecieron varios minutos, el ardor desapareció. Me miré la mano, temblando descontroladamente, pero se encontraba en perfecto estado.
Una patita peluda me rascó el costado y yo me eché atrás con un sobresalto, pero la energía no volvió a golpearme. Conmovida por la mirada confusa en esos enormes ojos amelados, le acaricié la cabeza a Neko con la mano izquierda. Un suave cosquilleo me recorrió, y ella se trepó a mi regazo con la típica torpeza de un cachorro. Tuve cuidado de no rosar el dibujo de sus alas por accidente, pues parecían contener un acúmulo de energía inmenso que descargaba contra todo lo que las tocaras.
Aún con Neko aferrada a mi vestido, me calcé los zapatos y me quedé mirando el suelo durante un momento. La pila de brasas palpitaba como el corazón de una bestia gigante, emitiendo una tenue luz roja alrededor y despidiendo un aroma rasposo. Ahora que estaba un poco más relajada, las sensaciones y los detalles del bosque me envolvían con su solemne esencia. Aunque ya había tenido una especie de aventura campestre con mis amigos en la escuela, no podría compararlo con lo que implicaba dormir a la verdadera intemperie, rodeada de humedad, insectos, calor y los inquietantes sonidos de la naturaleza agreste. Por fortuna, luego de mi plática con Sazae yo había dormido como tronco.
Tiré mi peso hacia atrás para darme balance y pararme pero, antes de que lo lograra, aquella característica fuerza helada me envolvió y me impulsó hacia arriba.
– ¡Ahh! ¡Eso no es muy cortés, Shieik! –mascullé mientras intentaba recuperar el equilibrio.
Shieik estaba de pie, mirándome con la misma expresión afilada de siempre. Parecía sorprendido de que la jikán estuviera pegada a mí como si fuera su madre. Ella, en cuanto vio a su amo, me abandonó con un chillido y corrió a darle la bienvenida, dando saltos y fregándose en su pierna.
–Buenos días.
Nada. Me ignoraba totalmente.
"Siempre tan simpático"
Me limité a observar lo que hacía. Shieik traía, atada a su cinturón, una pequeña bolsa. La vació en su mano y de ella cayeron dos piedras que entrechocaron con un suave ruido metálico.
– ¿Qué hará con eso?
Me dirigió una mirada, solo para asegurarse de que estaba prestando atención, y dejó caer ambos objetos al suelo.
"¿Todos los hijos de Sombra serán así?", me pregunté y, pensando en mi mejor amigo Kevyn, me dije que del aire definitivamente no había heredado ningún atributo.
Puso una mano boca abajo sobre las piedrecillas y una de ellas agrandó su tamaño. Se deformó hasta conseguir la silueta de un tipo de sartén. La segunda roca se partió por la mitad y ambas partes se transformaron en estacas. Todo aquello sucedía dentro de un halo de pálida luz celestina.
– ¿Cómo lo hace? –pregunté con voz serena aunque estaba fascinada. A esas alturas la magia seguía escapándose de los límites de mi imaginación.
Shieik hundió ambas estacas en la tierra, con tanta violencia que, cohibida, visualicé una daga clavándose en el pecho de un hombre.
–Si intento enseñarte ahora, terminarás rompiéndote la cabeza contra un árbol –explicó con una mueca mientras Neko trepaba a su hombro–, pero presta atención a lo siguiente, porque es el tercero de los nueve principios básicos de la magia. La energía y la materia no se crean ni se destruyen, se transforman. Cuando hablamos de generar fuego, por ejemplo, no es que lo estamos sacando de la nada, sino que hacemos un trabajo determinado con nuestra aura que termina produciendo una llama.
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Editado: 02.12.2020