Demasiado temprano, tengo miedo;
mi corazón presiente una desgracia
que aún está suspendida en las estrellas.
(William Shakespeare, Romeo y Julieta)
Los días siguieron más o menos de la misma manera. Por la mañana yo luchaba contra Sazae con mi espada de madera, descubriendo los secretos de mi propio cuerpo y mi mente. Por la tarde, me esforzaba en desenmarañar el lío que era la energía con Shieik y a manipular los elementos. En un principio me sentía incómoda con el entrenamiento mágico, pero poco a poco dejó de ser así. No podría decir que a esas alturas había logrado comprender la magia, o por lo menos entenderla, pero sí la había aceptado como una capacidad que estaba dentro de los límites de la realidad. En pocas palabras, dejé de luchar contra ella. Logré dominar las bases de los ataques de agua y acometí a desarrollar algunos. También, mis conocimientos acerca del idioma del otro mundo aumentaban con rapidez.
Combatir era otra cuestión. Si bien mi destreza cambió notablemente en esas dos semanas gracias a la magia, tenía un cuerpo demasiado débil y muy poca confianza en mí misma. Adquirí velocidad y atacaba como una serpiente, pero mis golpes eran dudosos y me temblaba el brazo cuando mi estocada se encontraba muy cerca de mi enemigo. Evidentemente, la muerte y el hecho de herir a otros estaban fuera de mi naturaleza: aunque se tratara de Samvdlak, el miedo a lastimar a un ser vivo me frenaba en el momento en que mi palo debería golpear de lleno contra algún punto vital. No obstante el chocar de las espadas duraba más a medida que lograba resistir en pie, y cuando nos íbamos a almorzar yo no era la única que necesitaba un buen baño.
Decidimos quedarnos allí mismo en el bosque de la bahía, pues el mar nos proporcionaba suficiente agua tanto para saciar nuestras necesidades higiénicas como para los requerimientos de mi entrenamiento. Además, los árboles eran un perfecto escondite (aunque un poco desagradable por la humedad y los insectos); realmente no teníamos de qué quejarnos.
No obstante, yo me sentía frustraba. No podía ignorar un hecho crucial y apremiante: los refranes y Samvdlak.
Por un lado, el príncipe de la oscuridad podía aparecer de un momento a otro y atacarnos (si no es que al mundo entero). El hecho de que estuviéramos escondidos no nos inmunizaba realmente. Por otro lado, no teníamos ni la más remota idea de lo que podían significar las pistas que ella nos había enviado por medio de los fantasmas. Por momentos me decía yo que la respuesta llegaría a su tiempo, pero entonces mi mente volaba a los ojos rojos de aquel hombre y me preguntaba qué podría estar haciendo, qué venganza estaría planeando y cuánto de ella habría ejecutado. El pánico me impedía concentrarme en otra cosa y me hacía entrar en razón: debíamos pensar.
La noche anterior al día en que la estrella ascendió al cielo, tuve sueños especialmente vívidos y bizarros: el agua y el fuego danzaban, convertidos a veces en naturaleza líquida o abrasada, a veces en sonidos fuertes y débiles, a veces en colores encendidos o apagados. En ocasiones, Taimisu se acercaba al océano y extraía del aire una estrella que provenía de otra galaxia, un sistema que desaparecía cuando esa estrella era extraída. Él la llevaba hasta la cima de un terrible cielo.
Cuando la soltaba y la estrella encontraba su lugar en el mundo, después de vagar en aquella oscuridad, Taimisu se acercaba a un sol muy brillante, nacido en aquel mismo sistema, y lo acompañaba en un llanto inmenso que alimentaba al océano.
Cuando la noche oscura absorba a la estrella roja, el sol brillante llorará un océano azul.
Aquellas palabras sonaban en todas partes, nacían y morían en los límites de aquel mundo, en los límites de aquella zona fuera de la realidad, de mi sueño. Nadaban en el océano, volaban por el aire, ardían con la estrella y se abrazaban al sol. Y la noche lo envolvía todo como un abrigo contenedor de calamidades.
Las cosas eran lo que eran, lo que tenían que ser, pero, por alguna razón, aquello resultaba muy triste.
Al despertarme, con muchas náuseas, observé que las estrellas se apagaban en silencio.
–Tengo un mal presentimiento.
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Al día siguiente, el almuerzo me recordó a las tantas cenas que había compartido con mi padre en los últimos años: silenciosas y tensas. Comimos quesadillas, la comida rápida más práctica que nunca había visto. Shieik dijo que eran muy populares en su mundo, y aquel fue el diálogo más extenso de la conversación.
Acabamos el entrenamiento mágico antes de lo acostumbrado, al igual que las clases de lucha. Shieik decidió que era el momento de tratar aquello que veníamos posponiendo o, en todo caso, lo que habíamos descuidado: la ubicación de la campana de mis sueños. Pero por más que estuvimos bastante tiempo conversando sobre asunto, nada se nos ocurría.
–Estamos dando vueltas en círculos –resopló el frarlkunst–. Hemos repetido las frases una y otra vez, y lo único que sabemos es que habrá muertes.
– ¿El sacrificio tiene que sí o sí implicar una muerte? –le pregunté estremecida.
–Teniendo en cuenta que en el segundo refrán se menciona una tumba, yo ni lo pondría en duda.
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Editado: 02.12.2020