El báculo mágico (#2 saga Siete Rosas)

capítulo 15 - Ni amigos, ni extraños

Si no recuerdas la más ligera locura

en que el amor te hizo caer, no has amado.

(William Shakespeare, Romeo y Julieta)

 

 

Cuando desperté el sol entraba a raudales en la habitación del hotel, aunque su luz era ligeramente acaramelada y a duras penas calentaba la temperatura de esas frías tierras. Me ardían los ojos por haberme dormido tan tarde y por haber estado llorando, pero ya no sentía el terrible agobio de la ausencia de Sazae. Dejé pasar unos instantes, a la expectativa, y empecé a ser consciente del hambre voraz que tenía.

– ¿Cómo te sientes?

Recorrí la habitación con la mirada y encontré a Shieik recostado contra el marco de la ventana. Tenía una expresión somnolienta. Habría jurado que estaba durmiendo de parado de no ser por sus ojos brillantes, los cuales resultaban cautivadores al volverse más intensos por efecto de las sombras.

Hice un pequeño estudio de mí misma y, avergonzada, me di cuenta de lo descuidada que había sido.

–Me siento débil –contesté sin mirarlo–, pero estoy mejor.

Shieik se acercó a la cama y yo me arrebujé debajo de las mantas. Ahora que podía pensar con claridad, recordaba muchas escenas de esos últimos días que me ponían incómoda: Shieik desnudo a menos de dos metros de mi espalda, las cicatrices que había estado observando sin ningún tipo de pudor, las cosas que le había gritado en el jardín, los abrazos, las palabras que él había dicho y aquel extraño contacto que habíamos establecido.

Tenía la mente más clara y más confusa que antes, un estado que me parecía ilógico, pero estaba segura de una cosa: había compartido mi mente, mi corazón y mi yo más auténtico con la persona que tenía en frente, la que me miraba directo a los ojos en ese preciso momento. Nunca me había sentido tan expuesta a alguien y eso me asustaba, porque no recordaba cuándo había decidido romper con aquella barrera que nos separaba como dos personas que ni siquiera eran amigos; o porque no sabía si era yo quien la había roto.

Shieik parecía introducirse en mi vida contra todas las advertencias e instintos: míos, y de él.

–Es de esperar, si en estos días apenas has comido. –Buscó mi brazo debajo de las mantas y lo elevó para que tuviera una buena visión de lo delgado que estaba. Parecía darle igual que estuviera nomás envuelta en un pedazo de tela atado con un cordón, pero a mí no, por lo que me cerré aún más la bata sobre el pecho con la mano libre–. Fue más de una semana, Elízabeth. No vuelvas a hacer una estupidez así.

Asentí con la cabeza. Iba a morirme de vergüenza, pero en ese momento no podía sentirme más que agradecida. El dolor seguía ahí, pero ya no quemaba ni desgarraba. Palpitaba, como un recuerdo latente de que Sazae había existido y de que nos habíamos amado como hermanas.

–Gracias –mascullé, y su seria expresión se crispó ligeramente–, por lo de ayer. Perdón por haber enloquecido.

“Perdón por casi dejarte solo”

Shieik se contuvo un momento, pensando, para luego soltar un bufido y despeinarme con demasiada brusquedad.

– ¡Aahu! Eso duele…

–Te lo mereces por darme tantos problemas.

–Qué chistoso –mascullé mientras cogía mi morral de la cabecera de la cama y buscaba algo que ponerme, pero adentro no había nada de ropa–. ¿Dónde están mis vestido?

–Lavándose. Todo olía a lluvia –me contestó. Tenía sentido, aunque él estaba cerca de mí y no olía para nada a lluvia. Quizás se había pegado un baño mientras yo dormía.

– ¿Y no hay nada aquí? ¿Qué voy a ponerme?

– ¿No puedes quedarte así? –preguntó frunciendo el ceño, evidentemente ignorando la situación. Le señalé mi mano aferrando la bata, que no mantenía su forma cuando estaba sentada, y vaciló un poco mientras buscaba qué responderme–. Supongo que no. ¿Cuánto mides aproximadamente?

–Un metro sesenta, ¿por qué?

–Porque yo mido un metro ochenta.

– ¿Y de qué sirve saber cuánto mido? ¿Me creará un vestuario? –pregunté curiosa, pero toda mi emoción se esfumó cuando Shieik se quitó la camiseta (negra, para variar) por encima de la cabeza. Me llevé las manos a los ojos para cubrirlos–. ¡¿Pero qué hace?!

–Darte ropa, ¿no querías eso?

– ¡Sí, pero no me refería a su ropa! –enfaticé.

–Llevo días sin descansar bien y crear ropa es un gasto de energía innecesario –explicó, y me arrojó su camiseta a la cabeza–. Por cierto, se te ha abierto la bata.

– ¡Rayos! –apreté la prenda negra contra el pecho y me puse en pie de un salto–. No esperará que ande así…

Haberme parado tan rápido fue un error. Estaba más débil de lo que creía y la habitación empezó a darme vueltas. Shieik me tomó por el codo cuando me tambaleé y me guio de vuelta a la cama. Las piernas cedieron en cuanto toparon con el borde y me dejé caer respirando de forma entrecortada.

“Qué idiota he sido”, pensé, recordando mi estupidez, pero feliz de haberme recuperado a mí misma.




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