La caravana real llegó a la aldea Frilsia cuando los primeros rayos del sol besaron con su calidez los campos de trigo. Dejando a Lis en el lugar, el rey, acompañado de su general y una pequeña comitiva, partió al bosque de las sombras, donde la bestia estaba cautiva. El sector del bosque cerca de dicha aldea era sereno y silencioso, incluso menos sombrío si era posible, como si todo en él se hallara sumido en un profundo sueño. Eso les permitía entrar y obrar a sus anchas.
—Parece intacta, majestad. —Comprobó uno de los guerreros, analizando la reja de madera que había sido instalada hacía veinte años en la entrada de la cueva y que lucía cubierta de plantas trepadoras.
Tras quitarla, los guerreros desenvainaron espadas de madera como las que usaban para entrenar, pero éstas no eran de madera ordinaria. Aun a lo lejos, las pisadas de los humanos fueron claramente distinguidas por la bestia. En su lento mundo de silencio, cualquier sonido que no fuera el de las alimañas rastreras o los de su propio cuerpo, se oía como un verdadero estruendo.
—¡Desz! ¿Dónde estás? —llamó el rey, adentrándose en las profundidades de la caverna.
A cada paso, más sofocante y caluroso se volvía el ambiente. Era difícil respirar y el pecho le ardía. Llevaba tan poco tiempo dentro y ya deseaba salir corriendo, mientras buscaba a alguien que había estado allí por veinte años.
—¡Majestad, allí!
Vieron una silueta que se agazapaba en un rincón, era apenas una sombra intentando fundirse con la roca y fueron hacia ella. La bestia dio un rugido gutural, como si el don de articular palabras se hubiera perdido, mientras cubría sus ojos de la ardiente luz de las antorchas, que profanaban con furia su eterna oscuridad. Más antorchas se acercaron y su rugido se volvió desesperado. Una bestia acorralada que no hacía más que rugir contra sus atacantes, eso era ahora el una vez digno rey de los Tarkuts.
Las manos fueron apartadas de sus ojos y atadas tras la espalda. No pudo ofrecer mucha resistencia, no con la piel tan pegada a los huesos, carentes de la portentosa musculatura de antaño. Una tela le cubrió la cabeza, sofocándolo con el vegetal aroma de la muerte, que tan bien conocía, que tan eficientemente le quitaba su inmortalidad.
Luego, sólo hubo silencio.
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El agua que dejaron caer en su rostro lo sobresaltó y temió estar ahogándose. La negrura de la caverna ya no era tal y volvió a rugir de dolor, agazapándose en la tenue oscuridad de un rincón, fuera del cual todo tenía un resplandor insoportable. Bajo sus piernas el suelo era liso, ya no estaba en la cueva. Alguien le lanzó una manta y se cubrió con ella al instante. No sólo había más luz, sino también más frialdad, calándole hasta los huesos bajo la piel húmeda. Incluso el aire le era hostil, tan frío y liviano, le causaba mareos. Había acabado por acostumbrarse al tibio y húmedo cautiverio y se sentía pequeño y perdido, arrancado a la fuerza de su matriz cavernosa.
Camsuq se quedó viéndolo con curiosidad. Ya no era ni la sombra de la magnífica criatura a la que tantos hombres temían y cuyas historias de ferocidad se convertían en leyendas. Su dignidad, altivez y belleza no eran diferentes a las que podrían encontrarse en un mendigo de una aldea cualquiera. Tenía en frente los despojos de un rey, lo poco que se negaba a morir aún.
—Has venido muy pronto... —gruñó la bestia, con una voz gutural y deforme, como la de un animal que de pronto hubiera adquirido la capacidad de poder hablar, pero no controlara el volumen ni la entonación—. ¡Nunca voy a llamarte amo!
Camsuq caminó hacia él con seguridad.
—Me alegro de que todavía puedas hablar, pero no estoy aquí para eso. —Suavemente jaló de la manta, buscando aquellos ojos grises que lo cautivaban hasta el punto de no poder matarlo. Habían cambiado de color, volviéndose casi blancos—. ¿Puedes verme?
La bestia negó.
Los pasos del hombre se alejaron hasta extinguirse. Volvieron un tiempo después. Le acercó una tela al rostro. Desz se quejó, aferrándole la muñeca. Esta vez la tela era suave y no olía a muerte; olía a hierbas medicinales. Le permitió vendarle los ojos y el alivio fue inmediato, apaciguando el punzante ardor que los laceraba. Apoyó la cabeza en el muro, rendido.
—He sido muy malo con mi bella mascota, pero eso cambiará —aseguró el rey, acariciándole el rostro.
La suavidad que lo caracterizaba había dado paso a una piel curtida y agrietada; vieja. La humedad de su cárcel había permitido la proliferación de hongos, que se alimentaban de lo poco que quedaba de su carne inmortal, creciendo sobre él como lo hacían sobre las inmóviles rocas. Habían crecido mientras él dormía su largo sueño de olvido y abandono.
Desz ya no tenía el juvenil y hermoso rostro que recordaba, pero seguía siendo eterno aunque no fuera más que un saco de huesos putrefacto.
—Te devolveré la libertad, por eso estás aquí, en tu palacio.
La bestia se estremeció. Ningún aroma o sonido, por muy descompensados que estuvieran sus sentidos, le resultaba familiar. Su añorado hogar había cambiado tanto como él.
—Eras una bestia, Desz, por eso hice lo que hice, porque debía asegurar el bienestar de los míos y mantenerlos a salvo de los tuyos. No tienes que volver a esa cueva inmunda, podemos llegar a un acuerdo. Sólo debes trabajar para mí, ser mi mano derecha y tendrás libertad aquí en tu reino.