El canto del jilguero

Fantasmas

Dicen que durante la madrugada siempre salen los fantasmas a rondar a los vivos, que vasta un descuido para que estos posean nuestra memoria y jueguen con nuestros recuerdos según les plazca, dichos fantasmas pueden ser muy crueles, sobre todo si las memorias que gustan poseer son aquellas donde éramos felices, y así, una vez conscientes de lo que fue y nunca más será comienza la tortura.

Una noche escabrosa al filo del dolor, donde el aire falta y abunda el miedo. Aferrada a sus blancas sabanas de algodón, completamente vencida, la pobre señora Berrycloth, nunca nadie pensaría que tal escena fuese posible, pues le consideraban como una mujer recia y de pocos escrúpulos, sin embargo, la verdad tras el velo de esa falsa apariencia era otra.

—Mi niño, mi bebé, mi querido George, vuelve a mí, no me desampares. Mi alma te extraña y mi corazón te anhela hijito mío…    

Espesas lagrimas brotaban de sus ojos mientras se ahogaba en su pena, se consideraba culpable de aquel crimen y su verdugo la visitaba cada noche para hacerle cumplir su condena. Así padecía hasta el amanecer cuando por fin se veía vencida por el cansancio.

6 de la mañana en punto, un día más en ese juego de máscaras, donde ante los ojos de la servidumbre es la dama perfecta, cruda e inmaculada, en sus ojos no hay rastro del desvelo y el llanto, en su mirada no hay huellas del dolor y como siempre, en sus labios rojos no hay sonrisas ni ilusión.

Como cada día recorría los pasillos de su fría casa, dando pasos severamente firmes con esa mirada desdeñosa tan suya, la servidumbre trabajaba en silencio, tal como a ella le gustaba, transitaba elegantemente por la casa como un anima en pena con su vestido largo y negro, ese era el único color que ahora usaba.

¿Qué tan roto debió estar su corazón como para engañar a su mente sin que ella pudiera hacer nada al respecto? El silencio se había perturbado, pues las risas más dulces y nobles resonaban por todo el lugar, en el pecho de la señora Berrycloth algo se estrujó y al mismo tiempo algo ya muerto volvió a la vida, su semblante cambió al instante, tintes de añoranza se pintaban en su rostro trayendo color a sus pálidas mejillas y de pronto un frenesí se apoderó de ella incitándola a encontrar el origen de esas risas, estaba segura de que sabía a quién pertenecían y ansiaba con todo su ser poder llegar hasta él, a cada paso esas juguetonas risas eran más y más claras hasta que sus ojos al fin lo contemplaron, estaba ahí, a escasos pasos de ella, sus cabellos castaños y ondulados, la misma imagen que recordaba.

—Mi bebé… estas aquí, sabía que no me dejarías.

La señora Berrycloth tomó al pequeño en sus brazos, lo acercó a su pecho con amor y devoción y lo llenó de besos.

—Debes estar hambriento George, pero descuida, ya estoy aquí y jamás me volveré a apartar de ti.

Hacía mucho tiempo que no sonreía, que no respiraba tranquila hasta que Clemence se acercó a ella y rompió el hechizo que su mente había creado.

—Mamá… ¿Estás bien?

En un segundo la pobre señora Berrycloth volvió en sí, y al contemplar al pequeño que tenía en brazos con gran dolor y pena se dio cuenta que nunca se había tratado de su querido George, sino del nieto de la señora Gardis, fue tal la impresión que causó en su afligido corazón que esta, sobre pasada por el sufrimiento no pudo más y soltó un desgarrador llanto, pues arribó en ella la misma sensación de aquel entonces, cuando en una tarde de primavera vio a su amado hijo ahogado en el lago.

Aquella jovial primavera todo parecía perfecto, el sol brillaba con candor, el cielo azul resplandecía glorioso y todo era sublime, culpa debió tener la tibia brisa que entraba por la ventana y arrullaba hasta al centinela más alerta o quizá fue esa copa de oporto porque no solía beber, pero en esta ocasión lo hizo pues quien imaginaria que en la única tarde en que esta madre cedió ante el cansancio la desdeñosa muerte visitaría su hogar.

Arrebatadoramente la señora Berrycloth salió de ahí, ¿Cómo describir la sensación que lentamente inundaba su pecho? Esa sensación que de apoco deshacía su corazón consumiéndolo con el dolor. En la penumbra de su habitación deseó con toda su alma estar muerta y no seguir cargando esa cruda pena que la atormentaba, extrañaba tanto a su amado hijito y no se daba cuenta de que aquel amor que traspasaba la muerte le estaba robando lentamente a su hija Clemence quien de a poco se marchitaba.

Al ver a su madre en ese estado Clemence se preocupó, fue tras ella sin embargo no se atrevió a llamar a la puerta, solo se quedó ahí escuchando los desgarradores gritos de su madre, ella quería entrar y abrazar a su madre, llorar con ella, decirle que también extrañaba a George, decirle que no estaba sola, que comprendía su dolor, pero una gran muralla las separaba y así cada una iba decayendo en su turbia soledad.

Desde aquella amarga mañana la señora Berrycloth no volvió a salir de su habitación y no le permitió la entrada a nadie sino solo a la señora Gardis, que le procuraba alimentos y confortaba su alma. Durante este tiempo el señor Berrycloth seguía en la corte de la reina y ciertamente no sabia nada sobre la condición de su esposa o los acontecimientos que ocurrían en su hogar, pues en la corte la tención estaba al límite, la reina constantemente era atacada y en más de una ocasión su vida estuvo en riesgo, la reina tenia enemigos infiltrados en la corte y ella lo sabía, sabía que no podía confiar prácticamente en nadie, sin embargo en el señor Berrycloth depositaba su confianza pues le conocía desde la niñez, siendo primos hermanos por parte de su difunta madre conocía el buen corazón de este, así como su buena voluntad. En los días en que la reina se encontraba perturbada por los múltiples ataques a su corona y después de que su dama de compañía colocara en su alcoba una cobra traída desde una lejana patria supo que con urgencia necesitaba una dama digna de su confianza y recordó entonces a la señora Berrycloth, de modo que luego de haber hecho colgar en el patíbulo a su dama de compañía solicitó la presencia de la señora Berrycloth.




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