Se levantó repentinamente asustado por el ajetreo de la ventana que chocaba contra el viento. El vidrio zumbaba aprisionada entre el marco metálico, produciendo un eco en toda la habitación. Invitando, casi con cierta obligatoriedad, a sacudir a cualquiera que durmiera en un sobresalto.
Franco hasta entender qué había sido aquel sonido miró alrededor somnoliento para finalmente recaer en la ventana. Había pensado en repararla cada vez que se despertaba de esa manera, o por lo menos cambiar el metal por madera, de una vez y por todas. Pero como la mayoría de cosas, todo le daba flojera. Pensar, cuando recién despertaba, le daba flojera.
Hizo algunas bocanadas de saliva para encontrarse con un aliento terrible. Sus ojos se forzaron a pestañar, y el bostezo final le indicó que debía levantarse. Cada mañana le costaba más incorporarse. Pues cada día pensaba que la vida no tenía sentido. Que era prisionero de la rutinaria vida de ser Franco Paulo. Y aunque no lo admitiera frente a todo el mundo, él sabía que no podía vivir más así.
Hizo un esfuerzo atroz para sentarse sobre el respaldo de la cama. Mirando hacia el frente pudo ver como las nubes grises se agrupaban en el cielo, y como el viento movía con violencia los árboles.
Quiso recordar desde cuándo las cosas se habían tornado tan monocromáticas, como aquel día, de camino al baño. Quizás comenzó cuando no pudo terminar la carrera de bellas artes por el fracaso que le generaba sentirse menos que sus compañeros. O quizás cuando María terminó con él porque sabía que era un perdedor. O quizás de como su mejor amigo le robó tres mil pesos fingiendo que los necesitaba.
Pero de la cama al lavado, donde sacó un cepillo de dientes, no era un recorrido lo bastante largo cómo para encontrar una respuesta a sus problemas. Problemas que habían comenzado desde hace varios meses atrás.
Terminó por vestirse y se apuntó de camino al trabajo, teniendo que dirigirse al centro de la ciudad. Había seguido la filosofía de la familia de la que provenía. Si no estudiaba tenía que trabajar. Siempre se lo remarcaron. Y ante la ausencia de soluciones, volvió en aquellas enseñanzas que le indicaron que fracasar mostraba el verdadero propósito de las personas. Quizás si desapruebas mucho, el estudio no sería lo tuyo. Una vez le dijo su madre cuando Franco confió en que podía confesarle sus miedos. Aunque sabía que no era verdad lo que siempre le decían, le era difícil quitarse aquellas palabras de su cabeza cada vez que despertaba por las mañanas y un cuadro de su familia lo miraba sobre la mesita de luz.
Consiguió un empelo lo más rápido que pudo. Aunque era precario. Muy precario. Trabajaba como limpia platos en un restaurante de comida rápida en el centro de la ciudad. La paga era horrible y el horario también. Pero no le molestó. No creía merecer más de lo que él señor de bigote tupido, como le gustaba referirse a su empleador, le pudo ofrecer.
Solía tomar el colectivo por las dieciséis cuadras hasta el trabajo una vez que terminaba de cerrar la puerta de su casa. Pensó en cambiar de rutina creyendo que las cosas podían ir mejor. Por lo que cuando giró la llave en el picaporte y escuchó como se trababa la puerta, la idea de ir caminando hacia el trabajo no le pareció tan desalentadora.
Llevaba un sobretodo acompañado de una bufanda verde tan oscura como el petróleo, y un paraguas precavido por una lluvia inesperada. El viento soplaba fríamente las hojas del pavimento en un remolino de naranja y amarillo. De niño le encantaba pasar por aquellas hojas deterioradas por el tiempo al escuchar el crujido de las mismas en sus saltos. Y fue entonces que recordó, como antes los pequeños detalles lo hacían feliz. Que no necesitaba mucho para serlo. Sin embargo, hoy en día no encontraba la felicidad en las cosas más simples.
Agachó la cabeza. Y quiso continuar su camino así. Con la mirada apartada de las personas que si sabían existir con las pequeñas cosas y los simples detalles para ser felices.
Vio los pies de madres paseando con sus hijos incontables veces, de parejas pegadas las unas y las otras, y niños corriendo y jugando por la acera, de seguro yendo a su escuela.
Nadie se tomó la molestia de saludarlo, ni siquiera para pedirle permiso al enfrentarse en su camino, simplemente lo chocaban sin más. Insensiblemente, pero a la vez irónico. El único contacto de cariño que el sentía pleno era cuando lo chocaban. Porque no solo era inevitable el contacto de dos cuerpos en un abrazo incompleto, las miradas ocasionales para insultarlo y que se fijara en su camino, sino también porque se sentía que existía.
Por esas razones, sabía que no podía seguir así.
Continuó su camino pasando entre casas, personas y algunos perros que sorprendió comiendo la basura de los vecinos. Solo miraba cuando llegaba a las esquinas del cordón de la acera, para observar el semáforo convertirse de rojo en verde.
En la sexta cuadra se preguntó qué pasaría si continuara sin darse cuenta cuando no fuera su paso. En la séptima, pensó qué pasaría si un auto no lo viera cruzar y lo atropelle. En la octava, pensó que pasaría si cruzara sabiendo que no era su paso y en ese momento una camada de autos transitara la calle a toda velocidad. Y en la novena, pensó si dolería mucho que un auto lo golpeara. Y estuvo a punto de descubrirlo, si no fuera porque su celular lo despabiló antes de dar el paso mortal indicándole que le había llegado un mensaje, seguido de un bocinazo del quien pudo haber sido su asesino. Un mensaje de aquellas promociones que las compañías siempre ofrecían a todos sus usuarios, aunque algunos de estos no utilizaran su celular para más que la pornografía y ver videos o películas en internet.