El Chico De Las Pizzas

3. EL PISTOLERO

 

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EL PISTOLERO

Un duelo a muerte al amanecer…

 

Así pasaron varios días en nuestro trabajo en Pizza Farland, repartiendo entregas por aire, viajando a los distintos pueblos de Farland, todos ellos diferentes en tiempo y espacio. Algunos tan avanzados como provenientes de una era espacial, otros tan primitivos como si por ellos no hubiera pasado el tiempo. Otros eran similares a grandes ciudades del mundo y otros eran completamente nuevos para mí, totalmente distintos de cualquier civilización en la tierra. Algunos tenían mucha gente, otros muy poca gente, y otros más no tenían humanos en lo absoluto. En Farland había toda clase de tierras, ciudades y poblaciones, ya fueran de enanos o gigantes, y todos querían que su pizza llegara caliente y a tiempo.

La aventura que voy a describir a continuación quizás no es tan alocada como nuestro último enfrentamiento con el doctor Seus, pero durante varios días aburridos fue lo único que le trajo un poco de emoción mortal a un trabajo que no era ya lo bastante emocionante haciéndome caer en paracaídas 20 veces al día.

–Platas, tenemos una entrega. Está un poco retirada del Catapuerto de aterrizaje, así que tal vez te lleve todo el día.

–¿A dónde es, señor Gross?

–A Villa Roja. Específicamente al “Hola Pianola”, un respetable centro de entretenimiento local.

–Es un vulgar casino de mala muerte– gimoteó Loui –Ni loco me acerco a ese lugar.

–Nadie te pidió que vayas, hermano. Lo harán Platas y Funnyman.

Intenté quejarme, pero antes de poder decir cualquiera cosa, ya tenía las pizzas en las manos y Loui nos escoltaba hasta nuestro medio de transporte.

–Buena suerte, Platas, y no te metas con nadie. Villa Roja no es el mejor lugar para hacer amigos. Hasta luego.

Abraham y yo abordamos la catapulta y fuimos lanzados realmente lejos esta vez. Literalmente, lanzados al “lejano oeste” de Farland.

Cuando aterrizamos, conocí Villa Roja por primera vez. Se trataba de una comunidad rural muy parecida al oeste de las películas de vaqueros. Para mi sorpresa, salvo las catapultas de transporte, en aquel lugar no había rastro alguno de tecnología que lo diferenciara de cualquier ciudad del mundo exterior. La gente vestía con sombrero, chaparreras y botas de piel, acompañados de pañoletas sobre sus camisas de cuadros. Afuera de los establecimientos había aljibes donde bebían los caballos y algunos otros transportaban carretas de apariencia antigua. Tal como Loui había temido, el lugar estaba infestado de casinos.

–Bienvenidos a Villa Roja– nos saludó una azafata vestida de vaquera a la salida del andén de catapultas con un acento vaquero muy fingido –Hogar de la mejor cerveza y los mejores espectáculos femeninos de Farland. Se les recomienda cuidar sus billeteras. Que la pasen muy bien.

Definitivamente ya no estábamos en Villa Gris. Abraham parecía bastante indiferente al tipo de ambiente del lugar.

–La dirección es “Casino Hola Pianola, frente a la Posada de los mineros, Villa Roja”, pedido de una Pizza de salami y morrón a nombre de un tal “Fil el apestoso”.

–No suena como el nombre de una persona decente– opiné –Sólo hagamos la entrega rápido y vayámonos de aquí sin buscar problemas.

No dimos más de tres pasos antes de encontrarnos con una pelea. Un hombre salió despedido contra una ventana y rodó entre pedazos de vidrio directo al suelo cubierto de polvo.

–Eso es por mirarme feo– gruñó un vaquero grandulón mirándolo desde lo que quedaba de la ventana.

Aquel lugar era realmente peligroso. Con temor y malos presentimientos, seguimos avanzando en busca de la posada correcta.

–Malas noticias, amigo– dijo Abraham, tras preguntarle a un hombre de apariencia más apacible –Mairo tenía razón, el lugar no se encuentra nada cerca. El casino se encuentra del otro lado del pueblo, atravesando una zona de campo desértico muy extenso. Tendremos que alquilar un caballo para poder llegar a tiempo.

Así lo hicimos. Encontramos a un hombre parado junto a varios caballos atados a un poste, y le preguntamos si nos podría alquilar uno.

–Por supuesto– dijo, tomando una moneda de cinco aurums –Vayan con cuidado.

Subimos al caballo con bastante más dificultad de la que se hubiera supuesto.

–¿Has montado caballos alguna vez?– le pregunté a mi amigo.

–Por supuesto. ¡Es muy fácil! Lo difícil es montar dinosaurios.

La seguridad de mi amigo no me tranquilizaba mucho, en especial después de verlo intentar hacer avanzar al caballo montado en dirección al extremo de la cola.

De alguna manera conseguimos hacerlo trotar y nos alejamos poco a poco del hombre que nos lo había rentado, que huía entre la multitud cuando escuchamos a alguien que salía del bar dando gritos.

–¡Auxilio, auxilio! ¡Se roban mi caballo!

–¡Pobre hombre!– dijo Abraham, sin darse cuenta que aquel sujeto se refería a nosotros –Espero que atrapen al ladrón.




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