El chico equivocado

En mi pueblo...

... no solía bajar demasiado la temperatura, abundaba el calor todo el año mientas el sol estuviera presente, e incluso en invierno los días soleados eran húmedos. En verano se tornaba insoportable, motivo por el cual las tormentas eran fuertes. Pero así como caía una gran cantidad de agua en tan poco tiempo, las nubes desaparecían y el sol radiante regresaba. Era complicado sobrellevar un día cualquiera de marzo porque al estar tan cerca del cambio de estación, tenías que estar preparado para afrontar todo tipo de clima. Como imaginé, con el paso de los días el frescor se fue disipando y las últimas semanas de otoño nos trajeron una oleada de calor inusual. Esa era la despedida del verano antes de que el invierno se abalanzara con todo sobre nosotros.

Cuesta Verde no era el pueblo más grande de la región, pero sí el que mejor preparado estaba para afrontar un clima tan voluble. A comparación con otros pueblos que estaban más urbanizados, éste mantenía la mayoría de las edificaciones bajas y conservaba a la perfección su flora y fauna, en especial la fauna, era algo con lo que estábamos muy bien familiarizados, pues era normal cruzarte con animalitos que se escapaban del bosque. En primavera los insectos abundaban y, en mi barrio, al ser en su mayoría granjas, solía toparme con gallinas, mulas y becerros todo el tiempo, el insufrible canto del gallo reemplazaba mi despertador, y luego estaba Dolores, la oveja de mi vecina Férida.

Dolores no era diferente a un perro, respondía a su nombre y sus dueños estaban convencidos de que poseía ciertos dones de los cuales nadie estaba muy seguro. Por lo menos a mí me quería, o tenía la decencia de no morderme cuando me encargaba de alimentarla, tal vez el paulatino trabajo sentándome del otro lado de la cerca a hablarle y tararear canciones había surtido efecto en cuanto a como llevábamos nuestra relación.

—Es un animal del demonio —solía decír Eveline mientras me observaba alimentarla, desde una distancia considerable—. Insisto en que deberíamos llevarla a la misa para que el padre Benicio se encargue de él. —Pero de la única forma de la que se encargaría sería sirviéndolo como primer plato en los eventos que organizaban las señoras de la caridad.

Yo no me encargaba de Dolores solo porque la señora Férida me diera unos centavos, sino porque a veces prefería encargarme de los animales de su pequeña granja antes que estar llenándome de tierra bajo los rayos cancerígenos del sol, ayudando a papá en el campo. Era realmente agradable pasar tiempo a solas en la tranquilidad del granero, podía leer, escuchar música  y cuando nadie me veía me recostaba en los pajares a tomar ricas siestas.

Un día terrible de calor, luego de pasar a ver a Dolores, mi padre me dejó a cargo de rastrillar la tierra de nuestro pequeño campo mientras él salía a hacer unos mandados. El sol radiaba con fuerza y mis gafas no aparecían por ninguna parte. Había mucho viento, pero era esa clase de viento caliente que es preferible no sentir.

Agotada, me detuve un momento a descansar y me sequé el sudor de la frente con el dorso de mi brazo. No teníamos un campo muy grande, era apenas una parcela de tierra de un gran campo de cultivos que uno de los primeros fundadores al fallecer dejó a mi tatarabuelo como pago de una deuda. Una vieja historia que no conocía a fondo: según tengo entendido, años atrás la hacienda cubría varios kilómetros que ahora ocupaban otras casas y granjas, además de la mía, y mi padre la explotaba todo lo posible. 

Mi barrio era una vecindad tranquila y unida, todos nos ayudábamos entre sí cuando la cosecha atravesaba dificultades, o el clima se tornaba difícil de llevar. Como aquel verano en el que se inundaron todas las calles, convirtiendo a la tierra en pantanos de lodo, el río había crecido considerablemente y la única calle libre que quedó fue la del frente de mi casa que conectaba con la carretera, de esa forma papá pudo ir al pueblo para proveerse de víveres que luego repartió entre los vecinos atrapados en sus casas. Si bien la lluvia afectaba la producción, también facilitaba accidentes y otros daños. Sin embargo en mi infantil mente de pequeña me emocionaba porque no tenía que asistir al colegio, y algunas veces Eveline, que corría con la suerte de vivir en una de las zonas más privilegiadas —y que, por supuesto, no terminaba bajo el agua— tampoco asistía fingiendo estar atrapada en mi casa.

Tenía muchos recuerdos geniales con Eveline. Los del verano eran los mejores. Las noches de mucho calor acampábamos en el parque de mi casa e intentábamos quedarnos despiertas para ver el sol salir, intento que fracasaba siempre porque nos quedábamos dormidas. Un día nos tomamos el trabajo de dormir una larga siesta por la tarde con el fin de mantenernos despiertas sin problemas durante la madrugada, pero antes de darnos cuenta caímos rendidas antes de que cantaran los pájaros.

Una sola vez conseguimos ver la salida del sol juntas y fue estando ebrias en una de las primeras fiestas a las que asistimos al comenzar la secundaria. Tengo recuerdos borrosos de aquella noche, pero no se me olvida que Eveline se empedó por primera vez hasta quedarse dormida en el sillón de la casa de Michelle y que yo besé a un chico al que ni siquiera conocía. En esa fiesta Eveline conoció a su primer novio, salieron unos meses hasta que le rompió el corazón. La pobre quedó destruida, pero por suerte nunca perdió las esperanzas de encontrar a su "alma gemela". Llegó a salir con muchos chicos ilusionándose desde el inicio con un posible futuro maravilloso, y yo me pasé muchas madrugadas quedándome dormida con el teléfono en la oreja mientras ella me hablaba del chico del momento hasta caer presa del sueño. 

Pero nada era demasiado cuando de ella se trataba. Eveline y yo podíamos tener muchas diferencias, pero siempre estábamos cuando la otra lo necesitaba. Por ejemplo, nunca olvidaré que ella me apoyó cuando atravesé una pequeña crisis al cumplir los doce años: tenía las hormonas alteradas y pasaba por esa etapa de la pubertad en la que crees que tu vida es miserable y la de los demás perfecta, y no ayudaba para nada no tener a mi mamá conmigo; envidiaba demasiado a las demás chicas, a veces las veía ir de compras con sus mamás y compartiendo cosas entre ellas, pensando que yo tendría que estar haciendo exactamente lo mismo con la mía. Estaba Anabelle, pero todavía no conseguía verla como algo más que no fuera "la novia de papá". Entonces, Eveline me trataba con paciencia y ternura, me abrazaba con su largiruchos brazos y entonaba una canción que le habían enseñado en el campamento de verano sobre una paloma blanca que espera a su amor en la rama de un limón, y me prometía que haríamos todas esas cosas que hacían las madres con sus hijas para no volver a sentirme nunca más sola.




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