Lo llamaban el chico invisible. Desconocía el motivo de ese apodo. A veces me parecían nombres sin sentido que los críos inventaban porque, para qué engañarnos, eran crueles. Yo siempre lo observaba, aunque él no se percataba de mi presencia, lo que me hacía reír en silencio. A menudo me imaginaba acercándome a su mesa, tocándole el hombro y diciéndole: "¿Y ahora quién es la invisible?" Él me miraría y me sonreiría, pero eran solo historias que mi mente inocente recreaba.
Él era muy distinto a todos los alumnos de este centro. Solía vestir de negro, pasaba desapercibido, se sentaba en la última fila y fumaba en los baños, creyendo que nadie lo veía. Pero yo sí.
Muchas veces quise decirle: "No eres un chico invisible", esperando que me respondiera: "¿Por qué?" En mis fantasías me plantaba delante de él, le levantaba la cabeza suavemente y le decía: "Porque yo sí te veo". Sin embargo, no podía hacerlo; me quedaba paralizada, incapaz de reaccionar. No entendía por qué me sentía así.
Me daba rabia, mucha rabia, verlo comer solo, pasar los minutos del recreo en las gradas, fumando un cigarro o dos, como si nadie lo notara... pero yo lo veía, aunque los demás lo ignoraran. Supuse que por eso lo llamaban el chico invisible, aunque para mí, él no era invisible. Solo era alguien que necesitaba aprender a ser visto por quienes lo rodeaban.