Mi madre está llorando. Mariam también. Todo es un drama. Yo me contengo porque sé que, si lloro, las tres pareceremos magdalenas. Es duro; mi madre ya se había mentalizado de que me iría a la universidad, su hija pequeña. Cuando Mariam se fue, también fue dramático. Incluso yo lloré cuando ella empezó la universidad. Mi madre me sonríe, pero sé que en realidad está mal. La entiendo; una de sus hijas abandona el nido. Mi cuñado, Louis, está mirando a todos lados, nervioso. Él también quiere llorar, pero se contiene. Veo cómo se acerca a Mariam y le da un tierno beso en la frente. Ella se acurruca contra él; sin duda, lo necesitaba.
Mi madre siempre me decía que los abrazos con la persona correcta sabían a otra cosa, una sensación que no se podía explicar. Hay que decir que a ella le encanta todo lo místico.
Recuerdo cuando Mariam nos presentó a su novio. Mi madre sonrió y le dijo que le gustaba el aura que transmitía. Yo era aún una cría. Cuando estuvimos solas, le pregunté qué aura tenía, y ella, riéndose y mirándome con sus ojos verdes, me dijo:
—Roja, su aura es roja.
La miré sin comprender por qué ese color era tan bueno, pero ella, con su paciencia legendaria, me explicó:
—El aura roja es el color de los valientes y de los fuertes.
Asentí, comprendiendo por qué su aura era de ese color.
También me dijo que tanto Mariam como mi cuñado Louis estaban unidos por una especie de hilo rojo. De nuevo, no lo comprendía. A veces me perdía en los pensamientos místicos de mi madre. Pero no me disgustaba; adoraba oírla hablar, adoraba cómo echaba las cartas. Nosotras, de forma cariñosa, la llamábamos "la bruja". Cuando se lo dijimos por primera vez, ella se rió, se colocó su cabello castaño y nos sonrió.
—Cariño, por favor, tienes que tener cuidado. Las personas pueden ser crueles y tú eres una criatura muy bondadosa —aseguró mi madre secándose las lágrimas. Yo solo sonreí.
Mariam se acercó a mí, sonriendo, y tomó el collar que tenía en la mano, un atrapasueños, y me lo colocó. Enseguida noté el frío metal de la pieza. La observé, esperando que me explicara por qué me daba su collar favorito.
—Para que te dé fuerza, enana —me abrazó. Adoraba abrazarla; tenía un don para tranquilizarme con solo su contacto.
Juro que tuve que contenerme para no unirme a ellas, aunque me costaba mucho. Las echaría de menos, sin duda, pero también era consciente de que esto iba a pasar tarde o temprano. Aún estaba extasiada porque me habían aceptado en la única universidad a la que había echado matrícula. Temía que no me cogieran porque no era una alumna destacada. Pero cuando llegó la carta y vi que me habían aceptado, no pude evitar chillar. Al fin iba a cumplir mi sueño. Aún estaba en una nube, una nube de la cual no quería salir.
—Cariño, te vamos a acompañar a ver tu habitación... ¡Aún no me quiero separar de ti! —dijo mi madre, pegándome a ella y dándome un beso en la coronilla.
Mi madre siempre había sido muy cariñosa. Siempre estuvo encima de nosotras, nos aconsejó en todo momento y nos guió hasta donde hemos llegado. Desconozco dónde está mi padre; un día se fue y no volvió. Yo era pequeña, apenas tenía unos meses de vida, pero Mariam ya tenía cinco años cuando él decidió que no estaba preparado para cuidar de dos niñas y se fue, sin decir nada, dejando a mi madre sola con dos hijas pequeñas. Mi madre asegura que no le guarda rencor, que en su momento sí lo hizo, pero que cree en el karma y sabe que todo lo que hizo tarde o temprano se lo harán pagar. Yo no estoy tan segura; he visto a muchas personas hacer cosas crueles y todas ellas salieron ilesas.
—Vamos —dijo mi madre, cogiendo del brazo a mi cuñado y entrelazando su brazo con él. Se rieron.
Hay que decir que Louis se ganó enseguida la simpatía de ambas. Es un buen hombre, correcto y educado, y tiene las cosas claras. En muchas ocasiones me pregunto cómo pueden estar Mariam y él juntos, ya que son tan distintos. Pero se complementan de una manera casi insólita.
—Hoy, Louis, tu aura está blanca. Me gusta —sonrió mi madre, a lo que él le devolvió la sonrisa.
Caminando, me quedé mirando el enorme edificio que se alzaba ante mí. En ese instante, sentí cómo mi corazón latía a mil por hora. Solo quería que me tocara una buena compañera, alguien que pudiera ser mi amiga. Eso era lo que más nerviosa me ponía; no saber quién sería mi compañera de habitación. Era algo fuera de mi control, y esa incertidumbre me ponía ansiosa.
—¿Qué te pasa, mi niña? —preguntó mi madre, mirándome.
—Nada —mentí.
—Mentirosa —dijeron Mariam y Louis al mismo tiempo.
—Lo hacéis aposta, ¿verdad? —dije con una sonrisa de oreja a oreja. Ellos se miraron y se rieron.
—¡Qué va! —de nuevo, esa sincronización.
Ladeé la cabeza. Subiendo las escaleras de piedra, enseguida noté que todos los novatos estaban con sus familias. Algunos lloraban, otros intentaban echar a sus padres. Miré la hoja que tenía en el bolsillo. Mi habitación era la 305. Buscando entre las puertas, al final dimos con ella. Al abrirla, me quedé un momento parada, y una cosa pasó por mi mente: “demasiado rosa”. Sí, la parte de mi compañera era rosa: las colchas, la almohada, el despertador y más detalles que dejé de mirar porque sentía que me iba a dar una sobredosis de rosa.
—¡¿Tú eres mi nueva compañera?! —nos giramos todos al oír la voz chillona que venía del baño.