Revisé que mi ropa fuera la adecuada. Comprobando que estaba impoluta, cogí mi bolso y los libros que me tocaban. No me voy a negar que me ponía nerviosa. Los comienzos no eran fáciles y tener que enfrentarme a mi primer día de universidad no resultaba de lo más agradable. Cuando ya había cogido todo lo necesario, miré hacia la cama donde estaba mi compañera aun durmiendo. Había apagado en varias ocasiones la alarma y, aunque había meditado la posibilidad de despertarla, se me pasó por completo; no tenía la confianza necesaria para hacerlo.
Salí del cuarto y cerré la puerta con cuidado. Empecé a caminar por los pasillos desiertos. Era pronto, lo sabía, pero me había levantado a conciencia para poder comer algo en la cafetería y echar un vistazo a las clases que me tocaban ese día. Mi madre solía decir que era la más organizada de la familia, que siempre tenía todo programado y organizado. Yo simplemente le decía que me anteponía a los sucesos que se pudieran avecinar. Mi hermana, Mariam, era más alocada. Ella era la viva imagen del descontrol y desenfreno. No solía reflexionar sobre sus acciones y actuaba acorde a sus sentimientos. Mi cuñado Louis decía que era lo que le gustaba de ella: su locura, su pasión.
La envidiaba, ella había encontrado a su alma gemela, había formado un hogar. Mientras que yo, aún no había experimentado lo que era una relación. No era importante; consideraba que las relaciones no eran necesidades, sino algo que deseas, pero que puedes vivir con ello. Pero claro, con dieciocho años, no haber experimentado lo que era un beso se hacía extraño. La gente me solía mirar como un bicho raro por eso, pero, en realidad, siempre había estado centrada en otras cosas. Las vivencias de los adolescentes no eran para mí. Con dieciséis años empecé a trabajar para poder comprarme un coche; con diecisiete, me maté a estudiar, sin tener casi vida social, para obtener las mejores becas y poder entrar en la universidad de derecho de mis sueños.
Pero viendo a Mariam, me hacía reflexionar que me había perdido mucho a lo largo de mi vida. Ella había salido de fiestas, había tenido relaciones esporádicas, pero al fin y al cabo, había tenido relaciones y se había sacado la carrera de psicología, donde conoció a Louis y le hizo cambiar su perspectiva sobre las relaciones. Incluso había aceptado casarse con él, a pesar de que ella no creía en el matrimonio. Mariam solía decir que eso era porque él era su hilo rojo, y a veces deseaba saber cuál era el mío, solo por experimentar, solo para saber lo que era.
La cafetería estaba casi vacía. Unos cuantos alumnos de primer curso se estaban preparando para las presentaciones. No pude evitar sonreír; la universidad era muy distinta al instituto.
Cogiendo una bandeja, empecé a coger un poco de todo. Cuando oí que a alguien que estaba detrás de mí se le caía algo. De manera instintiva, me giré, dándome de bruces con el pecho de alguien. Nerviosa, me iba a disculpar, rezando para que no le hubiera sentado mal, pero para mi sorpresa, se empezó a reír. Alzando la mirada, me di cuenta de que se trataba de un chico. Iba perfectamente vestido.
Con un polo azulado y unos vaqueros ajustados azul marino. Su cabello estaba impoluto, de un hermoso color rubio, casi cegador, y sus ojos, azules como el cielo, me dejaron por un momento parada, sin saber qué decir.
—Lo siento, se me ha caído la cartera —se agachó y cogió un objeto de color azulado.
Me sentía como si mi cerebro no funcionara. Las palabras no salían de mi boca y eso se me hacía extraño. Solía ser más o menos sociable; es más, interactuaba a menudo con las personas y no me solía quedar callada. Pero ahora estaba como atontada, sin saber qué decir o hacer.
—¿Estás bien? —se rió—. Te has quedado muda —esbozó una sonrisa amistosa.
—Sí, lo siento, es que me he quedado un poco atontada —me reí, aunque notaba cómo mis mejillas se teñían de rojo.
Él solo me sonrió. Inclinando la cabeza, se fue. Mis ojos le seguían cuando oí la risa de alguien. Girándome, me quedé un poco extrañada, no estaba viendo a nadie, y un poco aturdida, seguí mirando.
—Todas os quedáis embobadas cuando lo veis —de nuevo esa voz.
Girándome, me di cuenta de que había un chico. Era alto, demasiado delgado. Iba ataviado con una chupa de cuero y su pelo negro estaba revuelto. Sus pantalones negros estaban desgarrados. Sus ojos azulados eran grandes; juro que le cubrían mala cara. Yo solo arqueé una ceja. No me interesaban los chicos como él. Había oído multitudes de historias de mis amigas sobre chicos que aparentaban ser príncipes azules y después eran todo lo contrario. Como decía mi amiga Laila: los príncipes azules existen si los ahogas. Algo que al principio me hizo gracia y que hoy en día recuerdo con una sonrisa. Irónico que ella dijera eso, porque al día de hoy estaba viviendo con su pareja.
—No me he quedado embobada —solté, haciendo que él se riera, una risa suave de esas que son agradables de escuchar.
—Todas decís eso. Os gustan los chicos con cara de príncipes —parecía ofendido, como si eso le hubiera pasado a él.
—¿No es extraño hablar de esto con una desconocida? Además, tengo ojos, y es cierto que el chico es atractivo, pero no es mi tipo —eso hizo que frunciera el ceño, como si dudara de lo que estaba diciendo.
No estaba mintiendo en absoluto. Es cierto que el chico era bastante mono; a mí me gustaban con más materia gris y la impresión que me había dado de él, aparte de su evidente atractivo, es que carecía un poco de inteligencia. Quizás era un prejuicio mío, no lo sabía.