—Despertate, corazón —la dulce voz de mi madre acompañó las palmaditas que me daba en la espalda. Una vez más agradecí estar totalmente tapado por las sábanas para que ella no viera el desastre que estaba hecho.
Tan pronto como volví a la realidad, la terrible camada de dolores se hizo notar. Le lancé un gruñido somnoliento, haciéndole saber que no estaba de acuerdo con ella; no me quería despertar.
—Vamos, dormilón. Arriba.
Resignado, abrí los ojos y saqué la cabeza de debajo de las sábanas. Miré a mi madre con ojos achinados por el sueño. Ella se veía demasiado contenta siendo que estaba en presencia de un enfermo/resacado; es decir, yo.
—¿Qué pasa? —pregunté cauteloso y desconfiado.
—Tenés visitas —contestó, sin poder evitar ocultar cierta picardía en su voz. Supongo que vio la confusión en mi cara porque agregó: —Sofi vino a verte. ¿Querés que la haga pasar acá?
—¡¿Qué?! —chillé—. ¡No! Esperá.
Mi cerebro dejó de registrar cualquier molestia. De pronto, y sin saber cómo, yo ya estaba bañado y limpio. Ni siquiera me había tomado la molestia de secar mi cabello o calzarme, sólo había tomado una bermuda y una remera mangas cortas.
La luz del atardecer me dio la bienvenida cuando entré al pequeño living de mi casa (en realidad, todas las habitaciones de mi casa eran pequeñas). Esa misma luz estaba pintando de cobre el cabello de Sofi. Ella estaba sentada en el pequeño sofá, dándome la espalda mientras ojeaba una de las novelas rosa de mi mamá. Me quedé mirándola como un bobo. No podía evitarlo. Todo en ella me llamaba a mirarla. Su cabello enmarañado, su pequeña cintura, sus dientes de conejo mordiendo su labio inferior...
En ese momento, se dio vuelta y me descubrió mirándola. Por una milésima de segundo, nuestros ojos se encontraron. Y ese extraño calor volvió a aflorar en mi pecho, llenando de color mis mejillas. Tenía que saber por qué pasaba esto cada vez que la veía.
—Hola —saludó con esa voz cantarina y sonrisa con hoyuelos.
—Hola, pequeña loca.
—¿Cómo estás? —me preguntó con ligera preocupación escondida bajo su tono casual. —Tu mamá me dijo que estás un poco enfermo.
—¿Oh? Si, algo así —dije sorprendido por su interés en mí. Aunque después de todo ella es mi amiga. Era lógico que se preocupe por mí, supongo—. Pero ahora me siento mejor —agregué, y no mentía.
—¿Ella es tu novia? —preguntó una vocecita detrás de mí. Me di vuelta para ver a Mica observándonos con curiosidad.
—¿Qué...? No. Somos amigos —dijimos Sofi y yo al mismo tiempo, y con las mejillas igual de coloradas.
—No les creo...
—Micaela, dejá de molestar a tu hermano —le reprochó mi mamá apareciendo por la puerta de la cocina—. Vamos al mercado, entrometida —le dijo extendiéndole una mano, la cual Mica tomó gustosa—. ¿Quieren que les traigamos algo, chicos? —nos preguntó mientras salía de la casa, llevándola a mi hermanita de una mano.
—No, gracias —dije, intentando no hacerle caso a la mirada divertida y sorprendida que nos regaló antes de salir.
De pronto me atacó la aterradora idea de qué hacer en ese momento. Algo atontado me encaminé hacia la cocina y antes de entrar me di vuelta hacia Sofi.
—¿Querés algo de tomar o comer?
—Unos mates estarían bien —sonrió.
—Mates, de acuerdo —bromeé entrando en la cocina.
—Dejá que te ayude —dijo levantándose de un salto y acercándose a la cocina. —Tenés que estar algo dolorido todavía.
Me di vuelta para decirle que no era necesario... y en ese momento quedamos enfrentados a pocos centímetros. Tan cerca que pude sentir su aliento chocando contra mi pecho. Era mi imaginación o el corazón de Sofi latía tan deprisa como el mío.
—Gra-gracias —logré balbucear, dando un paso atrás.
Un silencio algo incómodo se había extendido mientras preparábamos el mate y lo tomábamos sentados en el sillón del living. Le di a Sofi que sebe, ya si yo lo hacía sería una parte de yerba y una parte de azúcar. Y no quería provocarle diabetes a mi amiga. En un intento desesperado por eliminar el silencio, había encendido la televisión, haciendo zaping hasta que Sofi me pidió que deje en un dibujito animado; y el silencio fue reemplazado por las voces chillonas de los personajes y las risitas que soltaba Sofi con cada chiste.
«¿Qué estás haciendo?» me dije. «Decile algo.»
—¿Y Lucas? —fue lo primero que se me pasó por la cabeza.
«Genio. Sos todo un Don Juan» dijo una sarcástica voz en mi cabeza.
Sofi largó un dramático suspiro y se volvió hacia mí antes de decir:
—Cazando lobizones. ¿O eran chupa-cabras? —dudó, tomando un sorbo del mate—. Ya no me acuerdo.
—¿Qué?
No lo podía creer... Lucas estaba lo suficientemente loco como para saber todo lo que se debía saber sobre monstruos y creer que ellos realmente existían. Pero de ahí a salir a cazar monstruos de verdad, a cazar lobizones.
A cazarme a mí.
—Si —la voz de Sofi no ocultaba su escepticismo—. Una vecina le contó que sobre el rumor de que aparecían ganados drenados de sangre en campos cercanos. Pero luego comenzaron a llegar varias denuncias mascotas también y algunas personas dijeron haber visto un perro enorme por algunos descampados en los límites de la ciudad.
¿Descampados? Posiblemente no era yo al que habían visto; yo no había salido del monte cerca del arroyo. Además, yo no me comí ningún gato. Debió haber sido algún vampiro, como Alfonsina. O incluso algún otro lobizón... ¿habría más como yo?
Estuve tentado a decirle lo que yo era. Pero eso sería completamente estúpido. Nadie en su sano juicio me creería. Ni siquiera yo me lo creía; no todavía.
—¿Lucas sabe que esos bichos salen a la noche? —dije en cambio.
—Supongo —dijo encogiéndose de hombros—. Se fue a hablar con los "testigos". —Marcó las comillas de la última palabra con los dedos—. Iba a intentar perimetrar su territorio, o algo así. No le presté mucha atención a lo que me dijo.
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Editado: 11.11.2020