16 de septiembre de 2003
—¿Cómo es tu clase?
María giró la cabeza sobre su hombro izquierdo mientras exhalaba el humo del cigarrillo rubio. Se había apoyado con su hombro derecho sobre el marco de la puerta de dirección. Llevaba allí más de veinte minutos y empezaba a estar cansada. La directora se encontraba despachando con dos de sus compañeras de primaria que, a juzgar por alguna que otra palabra altisonante, debían de tener sus diferencias sobre las respectivas adjudicaciones de alumnos. Era su segundo cigarro.
—Hola —saludó alegre al recién llegado, besándole en ambas mejillas—. ¿Qué te ha pasado?
María se refería a que había faltado durante la primera quincena de septiembre, en la que se organizaba el curso. El hombre, cuya edad era difícil de estimar si uno se atenía en exclusiva a sus rasgos faciales, había sido compañero de claustro durante el curso anterior. Le explicó los detalles del percance que le había obligado a llevar la pierna izquierda enyesada durante veintidós días. Ella parecía estar contenta de verlo de nuevo, tras aquellos meses de alejamiento.
—¿Te ha tratado bien el sorteo?—insistió el hombre. Sus pequeños ojos marrones, con pestañas cortas pero tupidas, brillaron desde una lejana atalaya, desde el observatorio de un viejo y avezado cazador solitario.
—No parecen malos —ella le sonrió—. Pero prefiero no hacerme ilusiones; ya sabes lo que pasa luego… ¿Y los tuyos?
El hombre carraspeó para disimular su nerviosismo. Trataba por todos los medios de mantener las formas e impedir que le delatase el vendaval de emociones que se había desatado en su interior al verla. Los últimos quince días habían sido angustiosos. El accidente lo había apartado de estar a su lado. Si se le hubiese ocurrido una excusa para ir a la presentación, sin duda habría estado allí con las muletas. Pero el médico, con toda seguridad, le habría negado el alta. Habría sido absurdo. Así que esperó y, mientras, se mordió las uñas de impaciencia. Maldecía el haber subido a aquella escalera de mierda. Tendría que haberla tirado a la basura mucho antes, seguir su instinto. Sabía que algún día sufriría un percance por su culpa. Era tan perezoso para algunas cosas… Pero ahora se centraría en el presente. En que había vuelto a oír su voz cálida. El presente era poder respirar donde ella respirase, percibir la oleada fresca de su perfume en los pasillos, rastrear con miradas furtivas el estallido blanco de su risa en los corros de profesores. Su optimismo vital regresó de golpe. El sol de media mañana inundaba la entrada del pasillo. Hacía un día espléndido.
—Tengo un listillo —dijo mirando hacia la puerta del patio.
—¿No será Kevin?
—El mismo.
María chasqueó los dedos como diciendo: «lo que te espera».
Se abrió en ese instante la puerta del despacho y salieron las dos maestras. La de más edad llevaba un guardapolvo a rayas. La otra, vestida de calle, era tan delgada que parecía anoréxica. Su malhumor era evidente y no se esforzaba en disimularlo.
El hombre las ignoró. Tenía las manos metidas en los bolsillos. María le había visto algo raro al principio y entonces se fijó en que había adelgazado varios kilos. Tenía mejor aspecto.
—¿Qué tal el verano?—preguntó el compañero.
Ella volvió a sonreír. Tenía la sonrisa más cautivadora que había visto nunca. Y ahora, con el tostado de la playa, le pareció que estaba en verdad resplandeciente.
En adelante dejaría de observarla con disimulo en el gran espejo rectangular que había en la sala de juntas. Ya no sería necesario. Aunque imaginaba que acabaría por echarlo de menos. Realmente era ella, sin ninguna clase de subterfugios... María no sabría nunca que se había enamorado espiando todos sus gestos.
La primera de las cosas que había aprendido durante el acecho era que sólo cuando las mujeres no tienen conciencia de estar siendo observadas se muestran tal como son en realidad ¡Cuántas veces se había quedado allí un par de minutos, haciendo como que hojeaba unos informes! Viéndola hablar y sonreír como si no hubiese hecho otra cosa a lo largo de su existencia. ¡Qué difícil le resultaba mostrarse indiferente!... Pero, al conseguirlo, había podido ejecutar su plan.
Y ahora tocaba pensar en el futuro de ambos. Tenía ante sí la oportunidad de su vida y no iba a desperdiciarla. No lo permitiría.
Para ser sinceros, jamás había sido capaz de imaginar que alguien como María pudiese compartir su modo de pensar y ver la vida. Imaginaba sus propios deseos y los de María como entes indiferenciables, reflejos devueltos por el espejo que era cada uno del otro. Por lo pronto, existía. Por primera vez, era él y no un mero espectro sin rostro ni nombre. ¡Estaba tan sorprendido! Todas lo habían ignorado hasta la fecha. Ni siquiera eran capaces de recordar cómo se llamaba. Todas menos ella.
El hombre que pasaba desapercibido a las mujeres sintió como un hormiguero recorriéndole el cuerpo. Aquello debía de ser lo que todo el mundo llamaba FELICIDAD, lo que antes creía una patraña estúpida de los cuentos para niños.
Tal vez estuviese equivocado, puede que eso que llamaban felicidad no fuera sólo un invento de literatos y religiosos.
—Luego hablamos, ¿vale? —dijo María, y se adentró en el despacho de dirección.
El hombre asintió con la cabeza. Después se encaminó de muy buen humor hacia su aula, que estaba al otro lado del patio.
El sol le cegó un instante al salir al exterior. Pero ni siquiera lo advirtió. Iba como sonámbulo, con una especie de pantalla en la mente, en la que sólo aparecía la imagen que le hubiera gustado tener siempre en la cabeza, la de la cara tostada y sonriente de María.
Se le había hecho tan largo el verano.
Las dos horas de clase que le restaban transcurrieron en un suspiro. Hasta era posible que los niños le hubiesen notado ausente. No podía dejar de pensar en ella un solo instante. Sobre todo pensaba en la tarde, cuando acabase el claustro. Tenía decidido afrontar la situación sin esperar ni un día más. Cuanto antes pasase el trance, mucho mejor. Pero no podía evitar sentirse como un flan.