Cuando llegó a la sala de juntas, una habitación de grandes dimensiones que parecía haber sido diseñada como gimnasio y en donde las voces retumbaban por culpa de la desnudez de sus paredes, se percató de que estaba un poco acelerado: el corazón le retumbaba rítmicamente en las sienes y tenía reseca la boca. Pero había sido el primero en llegar y eso era justo lo que necesitaba para recuperar el dominio de sí mismo.
No podía aparecer ante María en ese estado. Su madre se lo había recordado muchas veces: nada más digno de desprecio para una mujer que un hombre inseguro de sí mismo. No merece mayor consideración que una hormiga. Y a veces puede ser tan irritante como esos perros que ladran sin descanso en la noche.
Así que trató de calmarse haciendo unas cuantas respiraciones profundas y pausadas, como le había enseñado su monitor deportivo. Ángeles, la directora, entró a continuación con su cartera de mano, le dio la bienvenida y le preguntó cómo iba lo del accidente. Los demás fueron llegando mientras conversaban. En un par de minutos, la sala se llenó de gente.
Tenía un plan elaborado al detalle. María se sentaría a su lado y él aprovecharía cualquier receso para invitarla a tomar algo. Pero las cosas no rodaron bien: al entrar, María iba hablando con uno de los nuevos y ni siquiera le miró.
«Sólo es un imprevisto», rumió, enojado, el hombre, mientras buscaba acomodo en la rígida silla de madera.
La directora tomó la palabra para explicarles que debían discutir El Plan del Centro, además de diseñar las actividades complementarias que se ofrecerían al alumnado. Antes, hizo las presentaciones: José Luis, Raquel, Inma, Diego…, fue nombrándolos uno a uno, incluido a Andrés, el que se había sentado junto a María.
La deferencia de Ángeles le habría halagado de ser otras las circunstancias. Sin embargo, el admirador secreto de María permanecía abstraído del todo desde que la vio cruzar el umbral de la sala; se mezclaban en su cabeza las frases que había ensayado para abordarla, con el «incidente». Odiaba cambiar de planes, pero ahora tendría que conformarse sólo con mirarla.
Así hizo en los minutos siguientes. Las palabras le llegaban ensordecidas por su ansioso deseo de poseerla. Le parecían absurdas, tediosas, insoportables.
Después, la directora les aclaró que la reunión se había pospuesto hasta que estuviesen todos, y en ese instante le pasó unos folios de los que los demás al parecer ya disponían.
—Repásalos luego —le dijo con amabilidad—. Y si ya tenías algo en mente, puedes aportarlo ahora.
Él les echó un vistazo. Pero inmediatamente se le escapó la mirada hacia María. Todo aquello le parecía superfluo y hasta desesperante. ¡Si pudiera hacerlos desaparecer a todos! Un mundo vacío de seres estúpidos y egoístas, sería el mejor regalo que podía hacerles Dios a ambos.
Hizo como si leyese, mientras se imaginaba estar por fin a solas con ella. Ansiaba leer en sus ojos el catálogo completo de sus intenciones y deseos, descifrar la clase de amor que había germinado durante el verano... ¿Sumiso?… ¿Apasionado?... Lo sabría con mirarla un instante, pero deberían estar solos, centrados el uno en el otro.
Él era el único ser en la Tierra capaz de vaciar de todo significado a una mirada, el único que podía hacer que pareciese una pared blanca e infinita. Una cualidad excepcional, que los que se jactaban de conocerle jamás hubiesen sospechado. El DOLOR había rendido ese utilísimo fruto. Además de desollarle el corazón, las humillaciones modelaron un hombre nuevo. Ahora era una suma de reflejos condicionados que interaccionaban entre sí. Era un sustituto de sí mismo, como un holograma perfecto e indiferenciable. Podía ser otro en cualquier instante.
María, en cambio, no podía hacerlo. Ella carecía de ese don; era tan transparente como el resto de la gente normal.
—He pensado en formar un equipo de baloncesto —le dijo a la directora, intentando abarcar con el rabillo del ojo a su amada.
La directora tomó notas en la agenda. Se oyeron otras propuestas entonces, que fueron igualmente anotadas. Y el orden previo se diluyó momentáneamente, porque varios de los presentes intercambiaron opiniones entre sí, haciendo corrillos. Se convirtió en una cosa caótica. La chica nueva que estaba sentada a su derecha trató de explicarle de un modo confuso ciertas dificultades que surgirían durante la implantación de algunas de aquellas actividades. Cosas de recursos, principalmente. ¿Qué le importaba a él todo eso? Era lo que se le ocurrió pensar mientras miraba furtivamente a María. Acto seguido se le heló el corazón. No podía creer lo que veían sus ojos. Le pareció que estaba en medio de un mal sueño del que, sin embargo, tenía la remota esperanza de despertar. Ella reía y reía, por algo que estaba cuchicheándole el rubio maniquí que tenía a su lado, pero no era como las risas que le había regalado antes a él: esta vez eran las típicas risas de coquetería que hace una mujer sin sentido de la dignidad y sin decencia cuando siente esa locura que la arrastra hacia un hombre, esa clase de atracción que las convierte en peleles de casanovas sin escrúpulos.
Pero estaba despierto, lo comprendió al instante. Miraba a su alrededor y lo que veía eran gentes de carne y hueso, las caras estúpidas de sus compañeros y su banalidad. La ira estuvo a punto de traicionarle. Todos sus sueños y proyectos hechos añicos. Todo absolutamente se había ido al carajo. De repente María se había convertido en un ídolo caído. De repente sintió que la odiaba con toda la fuerza oculta de su ser, y con toda la energía de su parte racional. En cierta medida, le desconcertaba el sentirse dominado por un odio tan violento y tan brusco. Se sentía confundido dentro de su desolación por la virulencia de la transformación afectiva que había experimentado de golpe. Le hubiese entregado su vida en ofrenda unos minutos antes, y ahora, sin embargo, le aliviaba el concebir su muerte, le reconfortaba pensar en cerrar personalmente sus ojos para siempre, sofocar su risa de puta barata… «Te mataría aquí mismo», rezó entre dientes, simulando leer el contenido de aquellos papeles.