La punta de la nariz de Muriel estaba a punto de comenzar a gotear. Le ocurría durante gran parte del invierno. Como por instinto, se pasó el dorso de la mano por ella mientras miraba en todas direcciones. Alzó los ojos descubriendo que algunos de los focos adosados a la parte posterior de las farolas, que debían iluminar la playa y el paseo, permanecían semiocultos entre los penachos de las grandes palmeras. Había demasiadas zonas de sombras a aquella altura del paseo. Se fijó en el merendero que había a pocos metros del cadáver. El acceso, de unos diez metros de anchura, era posible gracias a que el muro se desvanecía.
—Algún automovilista tiene que haber visto algo.
—Esperemos. Si así ha sido, nos llamará.
—Me encargaré de que le den publicidad, no te preocupes.
Ramos asintió, con aire abstraído. Muriel se desenvolvía como pez en al agua entre el gremio periodístico.
—Me recuerda a Cristina Lozano —observó éste.
Ramos se encogió de hombros.
—Las heridas se parecen. Pero a Lozano la derribaron de un golpe…—recordó—. No parece que esta pobre desgraciada tenga ningún golpe… pero…, desde luego, eso tendrá que decirlo el forense.
Muriel se abstuvo de hacer ningún comentario. En lugar de ello, reflexionó brevemente. A Cristina Lozano, en efecto, le habían rebanado el cuello cuando ya estaba en el suelo, a merced de su asesino, después de que éste la golpeara en la cabeza con un objeto contundente. Tenía un corte profundo en la nuca, que llegó al paquete vascular izquierdo.
—¿Dónde están los demás?—preguntó Muriel, extrañado de no haber visto al resto de agentes del Grupo.
—De baja.
—¿Todos?—La mirada de Muriel se desviaba a intervalos hacia la muerta—. ¿Los tres?
Ramos dejó entrever una velada crítica en su sonrisa.
—Maribel, no —negó pausadamente con la cabeza—: se pidió permiso el viernes. Lauri está en la cama, con gripe. Y Lucía se ha vuelto a caer esquiando. ¿Te lo puedes creer, Fernandito?
Muriel se encogió de hombros, sonriendo al igual que su jefe.
—Tú mandas —dijo, esperando instrucciones.
—No lleva documentación. De momento no sabemos quién es, aunque uno de esos tíos de allí —señaló hacia los posibles testigos—, que viene a correr a diario al marítimo, dice conocerla de vista, y está seguro de que vive en La Malagueta… Aquí ya hemos recogido todo lo que había. Falta que venga el juez, y no estoy para jodiendas de última hora, Fernando. ¿Me entiendes? Antes de que llegue y se nos eche encima, quiero que la examines. A ver qué te parece. Cuatro ojos ven más que dos. Vamos a terminar con esto ya porque para mañana nos queda rastrear la playa.
Muriel asintió, consciente de que Ramos había estado esperándole tanto tiempo porque confiaba en él y porque sabía que trataría de responder a esa confianza absorbiendo lo mejor posible todos los elementos presentes en la escena, dándoles cabida en su cerebro. Inmediatamente, inclinándose sobre el cuerpo de la infortunada, que se había desplomado sobre su costado izquierdo, quedando toda la herida del cuello expuesta a la vista, comenzó a esculpir en el interior de su cabeza la aterradora fotografía. Los ojos entreabiertos parecían mirar a la mano derecha de la víctima, encogida, agarrotada y desnuda de abalorios. La tomó para examinarla, al igual que la mano izquierda, que sobresalía entre el chubasquero. En ésta llevaba un Junghans de acero con la esfera en fondo azul. Un buen reloj, aún de precio moderado. Entre el coágulo se podía ver una especie de cable blanco. Muriel tiró suavemente de él. El olor oxidado de la sangre le estalló en la cara al hacerlo. Resultó ser un segmento de cable de unos auriculares de botón, que habían sido cortados limpiamente. El auricular derecho, del que procedía el segmento, estaba enredado entre el pelo ensangrentado, oculto parcialmente. Muriel lo desprendió cuidadosamente y pidió una bolsa de pruebas a Gaby.
—El muy cabrón no tuvo que andar con sigilo —dijo al entregársela.
Ramos la cogió y se entretuvo en observarla unos segundos. Luego, mientras la balanceaba suavemente entre sus dedos, dijo:
—Supo aprovecharlo.
La muchacha no tendría más de treinta años, quizá estaría más próxima a los veinticinco. Muriel no pudo evitar examinar su rostro desde otro punto de vista menos profesional. Rápidamente decidió que debía de haber sido bastante guapa en vida.
—Nunca había visto una herida como ésta —dijo al incorporarse—, ni siquiera la que mató a Lozano era tan grande y profunda. ¿Qué crees que habrá sido? ¿Un hacha?
—Francamente, no lo sé. Pero no es un cuchillo —dijo Ramos—. ¿Tienes un bolígrafo?
Muriel rebuscó en el bolsillo interior de la cazadora, hallando inesperadamente un Parker de baquelita azul, bajo la cartera. Se sintió contento pues hacía días que no sabía de él, y, luego, súbitamente molesto por sucumbir a consideraciones tan prosaicas en medio de aquella tragedia.
Le entregó el bolígrafo a Ramos, algo abstraído por tales pensamientos. Acto seguido hizo un gesto y, pocos segundos después, los agentes uniformados cubrían el cadáver con una manta térmica plateada.
—Goyo ha recogido las colillas que había en toda esa franja de césped —. Ramos anotó algo en una agenda pequeña que llevaba en el bolsillo y luego señaló bajo las palmeras que había en el interior del perímetro marcado por las cintas—. No tiene heridas defensivas ni hay rastros de sangre en otras direcciones.
—Oye, Gabriel, ¿y la científica? ¿Es que no va a venir?
El inspector negó un par de veces, con un rictus de contrariedad en los labios.
—No me jodas.
—Hasta mañana, no. Parece que nos ha mirado un tuerto. Esta noche tendremos que arreglárnoslas solos. Están con otro fregado —añadió—. Hace dos horas que los avisaron los de la UDYCO para el registro de un chalet… Bueno, sigamos… ¿Ves esa sangre de ahí?—ahora miraba con fijeza a una mancha irregular en zigzag, como un reguero, a espaldas del cadáver. Las salpicaduras desbordaban en mucho la línea principal de la mancha. —Debió de asestarle el golpe donde comienza. Apenas pudo caminar un par de metros antes de caer. Y no se volvió hacia su asesino. Veremos cuando la examine el forense pero sólo parece tener la herida del cuello. Es difícil decirlo, Fernando, pero, si se trata de un loco, pudo cruzarse con ella y darse la vuelta al verla con los auriculares. Tal vez se colocó detrás unos metros hasta estar seguro de que nadie le veía. También es factible que la acechase desde ese lugar —señaló nuevamente a las palmeras—. Es lo que haría alguien racional. Está muy oscuro. Pero no me atrevería a decir si es diestro o zurdo, porque todo dependería del ángulo del golpe.