Pequeñas gotas caían sobre mi cabeza. El aire era húmedo, que cuando se respiraba parecía que eran navajas afiladas que se introducían por las fosas nasales. Mis zapatos hacían un ruido crocante al estar en contacto con el concreto del piso. El lodo y las piedras de los zapatos creaban un gran espacio retirado entre Lucia, provocando que fuera incómodo.
La señora no había pronunciado ninguna palabra, después de que salimos.
Resoné en mi mente, todo lo que había dicho dentro del edificio.
—Así que la madre de Magdalena no logró venir— indicó la profesora Constanza gélidamente. — Tendré que hablar sobre la alumna con usted, señora Lucia Santoro.
—No pudo venir por cosas del trabajo— afirmó la señora Santoro— Así que tenga la confianza de decirme lo que pasó.
Lucia pasó su bolso hacia el escritorio, mientras tomaba asiento cómodamente. Los pequeños mechones de cabello que salían del peinado se movían suavemente por el suave aire que entraba por la ventana cuadriculada del lugar.
—De nuevo Magdalena escapó de clases— frunció el ceño la profesora, mientras se acomodaba los lentes de pasta gruesa. — Tomó bebidas alcohólicas y fumó con algunos amigos, hombres— fortaleció la palabra HOMBRES, casi gritándolo y hacerlo verlo como un pecado. Me observó de reojo, casi lanzándome al mismísimo infierno. — Ya ha sido muchas veces que hace lo mismo. La señora Della se supone que ha hablado muchas veces con ella, pero veo que no ha cambiado nada— concluyó. Me observó fijamente con desprecio. Quizás en sus pensamientos más deseados, era que nunca regresara.
—Yo hablaré con su madre, no se preocupe —. Tomó su bolso con fuerza, mientras le daba una gran sonrisa a la profesora— ¿Ya nos podemos retirar?
La profesora asintió.
—Entonces…— Volteó ligeramente su cabeza, mientras me observaba serenamente. — Lena debes de tomar tus cosas, debemos irnos.
Lucia Santoro movía las caderas de lado a lado mientras caminaba por el pasillo principal de aquella construcción.
Aquella mujer siempre resaltaba en cualquier lugar a la que asistía. Vestía prendas que a simple vista se podían ver de marcas lujosas y únicos. Solía llevar su cabello amarrado con hermosas pinzas empedradas o pasadores dorados, que se perdían en su cabello.
Era una mujer alrededor de cuarenta años, aunque no lo aparentaba con el cuidado que siempre le daba a su rostro y a su esbelto cuerpo. Su piel era clara y lisa, aunque sus mejillas solían estar rojizas levemente. Sus brazos al igual que sus piernas eran largos y delgados. Tenia un cuello largo y fino, y sus manos eran pequeñas, aunque su piel era muy delicada. Su cara era delgada y fina, haciendo tener una frente pequeña. Las cejas eran de color rubio oscuro, espesas y rectas. El par de ojos eran claros de color esmeralda y redondos, con una mirada serena e impenetrable. Su nariz era recta y fina, con pequeñas pecas casi invisibles, a menos que lo tuvieras muy cerca; y una boca pequeña y recta, gracias a sus labios delgados y rosados.
Un auto lujoso de color negro estaba estacionada en la entrada principal de la preparatoria.
El chófer de la familia Santoro, un hombre joven con traje gris y zapatos oscuros perfectamente arreglados, esperaba a lado de la puerta del automóvil. La señora Santoro se detuvo mientras el hombre le habría la portezuela con cuidado. La mujer se dio la media vuelta y con una mirada serena y dulce, se dirigió a mí.
—Entra primero—indicó y señaló hacia los asientos.
No sabía que decir. ¿Por qué regresaría con ella? ¿Me dejaría en casa? Era extraño que la mujer rubia se hubiese presentado en la escuela, aunque ya había escuchado anteriormente el porqué, todo era raro. Lucia no era de las personas que descendiera hablar con los mortales, a menos que fuera relativo con el dinero, ahí la mujer no caminaba, volaba.
—Mi mamá…— titubeé— ¿Dónde está?
La señora Santoro sonrió, mostrando sus perlas brillantes haciendo contraste con su labial rojo intenso.
—Preparando la fiesta de despedida de Rosetta, ¿Si te informó que Rosetta ha estado en casa? — interrogó la mujer, y sin esperar ninguna respuesta, prosiguió — Ahora está preparando la fiesta, y Ana, tu madre, está alistando los últimos detalles, así que le hice el favor de venir por ti— argumentó.
Me encontraba liada.
«Todo por una estúpida fiesta»
— ¿Entonces me dejará en casa?
Lucia sonrió nuevamente.
— Solo entra y conocerás.
Con suspicacia y con embrollos en la cabeza, me introduje en aquel automóvil. Pensando en que me dejaría en casa, el chófer tomó otro camino muy diferente, saliendo de aquel frio pueblo.
Ya habían pasado seis años desde que no había recorrido de nuevo esa carretera, aun lo tenía tan presente en memoria. Ese camino. El camino directo a la mansión Santoro. Directo a lo que una vez fue mi infancia.
El camino era una subida de cinco curvas amplias. En épocas de otoño e invierno, el ambiente solía ser fría y sombrío, lo único que se podía observar eran los grandes pinos que eran cubiertos por la pesada neblina. Los lagos se volvían sufribles, ya que solían cristalizarse hasta ser peligroso en algunas ocasiones, en cambio, en verano, se podían observar los lagos y las pequeñas casas que se encontraban esparcidas por la salida del pueblo, y por las noches las estrellas daban una noche espectacular junto con las luciérnagas que solían estar en lagos, y gracias a la luz que daban hacían en un hermoso reflejo, dando un efecto maravilloso, casi mágico.