La selva era un laberinto de sombras y susurros. Las
hojas susurraban entre sí, agitadas por el viento, como
si compartieran un secreto que él aún no entendía.
El hombre corría. No sabía exactamente qué lo
perseguía, solo que no podía detenerse. El suelo
húmedo se hundía bajo sus pisadas, enredaderas se
aferraban a sus tobillos, y ramas afiladas le arañaban
los brazos y el rostro. El miedo ardía en sus pulmones
más que el cansancio.
A lo lejos, el chillido de un pájaro nocturno se alzó en
el aire, pero el sonido que lo aterraba era otro: un
crujido, un susurro grave entre la maleza, un peso
imposible que doblaba las hojas y quebraba ramas
como si fueran simples palillos.
Algo lo seguía. Algo grande.
Tropezó y cayó de bruces en el barro. El golpe le
sacudió el aliento, pero no se permitió quedarse allí. Se
levantó de inmediato, jadeando, con el corazón
desbocado. Miró hacia atrás. Nada. Solo la densa
negrura de la selva.
¿Me lo imaginé?
Se apoyó contra un árbol, intentando recuperar el
aliento. Los latidos en sus sienes eran un tamborileo
frenético.
El silencio de la jungla era peor que cualquier ruido.
Dio un paso atrás, luego otro. Quizás lo había perdido.
Entonces lo sintió.
6
El aire se volvió pesado, cargado con un hedor rancio,
una mezcla de sangre seca y carne en descomposición.
Algo respiraba cerca.
Su piel se erizó. Un rugido grave y profundo vibró
detrás de él, haciendo que el suelo temblara bajo sus
pies.
Giró la cabeza lentamente.
Dos ojos ambarinos lo observaban entre la maleza.
Brillaban con un hambre voraz.
Un movimiento. Un destello de colmillos blancos
como dagas.
Y después, la selva se tiñó de rojo y el dron lo grabo
todo