—Cindy, pásame la jeringa —Dijo Raquel. Había sacado un pequeño tubito plástico de la heladera con un líquido en su interior.
—¿Por qué siempre compras jeringas? ¿No puedes solo tener una? —Preguntó Cindy mientras tomaba una de las tres jeringas que aún yacían dentro de su envoltura— Los de la farmacia deben hacer muchas preguntas...
—No las compro. Es lo que me quedó de cuando trabajaba para la dentista. Gracias —Dijo, recibiendo la jeringa. Se dispuso a romper la envoltura—. Esta anestesia me salva la vida con el dolor de muela... —Clavó la aguja en el frasco, sacando apenas un par de gotas de anestesia del interior. Luego, sacó la aguja y se tiró las gotas sobre la encía, al lado de la muela—. Recien tengo turno para dentro de un mes... —Dijo mientras se masajeaba por encima de la mejilla—. ¿Y esa ropa?
—Hoy me veré con Ariel —Anunció la albina. Llevaba una camisa blanca y un pantalón de cintura alta negro con tirantes, portando también una corbata de moño negra; el blanco cabello le caía como una cascada trenzada por la espalda. Era una combinación extraña, pero le quedaba muy bien.
—Bien. Ve con cuidado —Dijo Raquel. La lengua se le comenzaba a dormir—. ¿Y tú, Elizabeth? ¿Qué harás hoy?
—Nada —Dijo Elizabeth, sentada con gran fatiga mientras miraba el celular.
—Debes aprovechar tus domingos antes de que empieces la universidad —Raquel rió—. Cindy, a ver cuando traes a ese chico para que lo conozca.
—Recién comenzamos, mamá. Esto apenas comienza a ser serio —Contestó Cindy, avergonzada y molesta.
«Recién empieza a ser serio, pero ya te chupeteó el pecho.» Pensó Elizabeth con una sonrisa. No importa cuánto se haya esforzado Cindy por taparlo, su hermana se dio cuenta. Solo bastó un mínimo de transparencia en su pijama para que lo notara.
La joven salió de su casa y se encaminó hasta la parada de autobús. El cielo, celeste como sus ojos, apenas se vislumbraba entre las desgarradas nubes.
Carlos caminaba por los pasillos del hospital, buscando aquella máquina expendedora que por tantos años había sido su amiga. Pero la imagen que vio realmente le rompió el corazón.
—¡Esperen! ¡¿Qué hacen?! —Preguntó.
—Nos la llevamos para repararla. No te preocupes, hay muchas otras que tienen los mismos jugos —Dijo el trabajador que ayudaba a subirla hasta una carretilla.
—No puede ser... —Suspiró, realmente triste.
—Es una verdadera lástima —Oyó a su lado.
Cuando se volteó, divisó a Agustina. Su piel relucía al igual que sus irises y cabellos. Había subido de peso; los pómulos no se le marcaban tanto, y sus ojos ya no parecían tan hundidos. En su nariz se hallaba una canula nasal, la cual estaba aferrada a su rostro por una suave cinta hipoalergénica; el tubo estaba conectado directamente a un tanque de oxígeno con ruedas, el cual ella arrastraba.
—Hola, Agustina —Dijo Carlos con una gran sonrisa—. Te ves mucho mejor que la última vez.
—Gracias —Dijo ella con una sonrisa apenada—. Me he recuperado bien de la operación. La doctora dice que si todo sale bien para el año que viene, podré salir una vez a la semana. ¿No es grandioso?
—Oye, que gran noticia —Carlos no pudo evitar sentirse realmente feliz por ella—. ¿Seguiste mi consejo?
—Sí —Agustina asintió—. Cantar hasta que la anestesia me durmiera realmente me ayudó a tranquilizarme. No tuve miedo. Aunque no puedo recordar si canté bien o solo balbuceé.
—Puede que ambas cosas —Dijo con una risilla—. Oye, acompáñame, te invito algo del comedor. Nos quitaron la máquina de jugo gratis, así que hoy estoy de luto.
—Se nos fue un verdadero héroe —Contestó Agustina, soltando una risa torpe. Se notaba que le dolía la garganta—. No quiero abusarme de tu amabilidad, pero me gustaría comer algo con sabor ahora que puedo comer sólidos.
—Entonces vamos. Ah, déjame cargar tu oxígeno. Debe ser pesado.
—Nah, no es tan pesado como parece. Estas ruedas ayudan mucho —Dijo ella, cargando el tanque.
Ambos subieron al ascensor, el cual los dejó directo en la cafetería. Un lugar enorme repleto de hermosos sillones individuales verdes, confrontados de dos en dos, con una mesita ratona en medio. En una esquina, cerca del pasillo que daba a las habitaciones, se hallaba la barra, atendida por dos enfermeras. Carlos se pidió un sándwich de queso y salami, mientras que Agustina eligió macarrones con queso, y unos sándwiches de miga de jamón y queso. Para beber, ambos pidieron jugo de naranja. Se sentaron frente a frente, chocando las botellas como brindis antes de abrirlas.
—¿Puedes permitirte venir ahora? —Preguntó Agustina, clavando el tenedor en los macarrones. Luego, los llevó directo a su boca— ¡Esto es delicioso!
—Sí. Es mi hora de almorzar. Por eso fui a la máquina expendedora. Ahora me arrepiento de no haber ido una hora antes —Contestó Carlos con una risilla—. Pero háblame de ti, ¿cómo has estado?
—Bien. Ya no me duele tanto el cuerpo, y finalmente estoy engordando algo. Antes parecía un puto esqueleto. Dios, esto está muy bueno —Dijo mientras comía. Comió tan rápido que se le acabaron los fideos—. Antes llegaba a convulsionar del dolor, era horrible. Los médicos dijeron que puede que llegue a los setenta sin problemas. ¡Dios, es tanto tiempo! No sé qué haré —Una gran sonrisa se le dibujó en el rostro mientras abría la bolsa de los sándwiches.
Carlos solo la miró fijamente mientras masticaba. «Tanto tiempo...» resonó en su cabeza como un débil susurro.
—Estoy pensando en estudiar para ser maestra jardinera —Continuó ella—. ¿Me imaginas a mí, con un montón de niños? Me cuesta imaginármelo, pero creo que me gustará. O también puedo estudiar arquitectura, me gustan los edificios que se ven lindos. ¡O también gastronomía, amo la comida! Tengo tanto tiempo y tantas opciones que no sé qué hacer, ¿no te pasó alguna vez? —Dijo con una gran sonrisa. Las migajas se le asomaban por las comisuras.