El Conticinio

Los mármoles durmientes

—¿Lo haremos hoy? —Preguntó Irene, asustada e insegura.

—Así es —Contestó Petyr, frío como el hielo—; prepárate, ya conoces el plan.

 

Elizabeth corrió la cortina de la ducha para poner su pie sobre la toalla. El vapor le emanaba de la piel desnuda, y las gotas de agua manaban de su cabello que caía por la espalda cual cascada marrón, oscurecido por la humedad.

Era un día especial, pues obtendría aquel manual de ingreso para medicina.

Era un día especial porque también visitaría a su padre después de tanto tiempo.

Con el corazón contrito comenzó a vestirse tras ponerse la ropa interior; una camiseta corta y sin mangas, blanca como las nubes que surcan el cielo; y una larga falda, negra como la noche. Desde el corte inferior de aquella larga prenda brotaban como burbujas pequeños corazones del mismo tono que su camiseta, elevándose apenas unos veinte centímetros.

Abrigó sus pies con un zapato de tacón bajo, que combinaba con la falda luto; y en su cuello posó el colgante que su padre le había entregado. A su hombro se colgó un pequeño bolso gris. Miró la piedra por última vez, y cruzó la calle para buscar a su acompañante.

Carlos salió vestido con una camisa blanca y de corbata negra, abrigada por encima con un chaleco gris el cual poseía un viejo reloj en su bolsillo derecho, cuya cadena colgaba hasta llegar al tercer botón; con pantalón del mismo tono que el chaleco, zapatos negros, y un elegante saco igual de gris que el resto de las prendas; encima llevaba un sobretodo negro, abierto, que parecía resaltar las demás telas de notable elegancia, y en su cabeza posaba una boina del mismo tono denegrido.

Oulalá, qué elegante —Comentó Elizabeth con una gran sonrisa—. Ahora sí pareces un hombre de más de cien años.

—Una ocasión especial merece una vestimenta especial —Respondió Carlos. Luego le entregó el brazo con total caballerosidad—. ¿Vamos?

—¿Por orden de quién? —Preguntó en tono burlón mientras se agarraba suavemente del brazo. Carlos arqueó una ceja, confuso— Lo digo por tu boina —Él apretó los labios, ladeando su cabeza, aún sin entenderle—. Olvídalo. ¿No te da calor con esa ropa?

—Nah, hoy está fresquito. Mira el cielo, está nublado, y la virgencita se puso violeta —Contestó él. Ahora Elizabeth era la confundida—. Te falta campo, niña ajo.

Ambos caminaron hasta la parada de autobús, donde esperarían el transporte que los llevaría hasta la tierra prometida.

Cindy, mientras tanto, se había encontrado con Ariel hacía ya media hora. Estaba nerviosa, pues conocería la casa del joven. Estaba expectante a lo que podría pasar. No quería ir muy rápido, pero... tal vez era la velocidad correcta. No lo sabía, no se sentía en control, y eso era tan excitante como aterrador.

Finalmente llegaron al hogar del joven, de apenas una planta y bastante elegante, con un jardín delantero de lo más bonito, con una fuente danzante a un lado, e incontables adornos que lo hacían ver como un pequeño mundo aparte.

Por dentro era igual de bonita. Un suelo de azulejos que hacían perfecto juego con las paredes de las pinturas. La entrada daba hacia un cómodo living comedor, con una hermosa mesa con sillas de roble, y un piano a un costado. La cocina era gigantesca, con una gran mesada de mármol en forma de U.

Se quedó atónita mirando el lugar, tan hermoso como jamás habría soñado. Y los cabellos de su nuca se erizaron cuando sintió los brazos de su amado rodeándole la cintura.

—¿Te gusta? —Preguntó Ariel con suavidad mientras le llenaba el cuello de besos.

—Sí... —Suspiró ella—. Es muy bonita.

—¿Te gustaría conocer mi habitación?

La habitación era gran y espaciosa, con un gran escritorio, un ropero que parecía una habitación aparte y una gran cama de tres plazas. En un rincón divisó, junto al gran televisor, una variedad de instrumentos que jamás imaginó que le chico podría dominar.

—Mi mamá me obligaba a tocarlos cuando era chico. Ahora los domino a la perfección. Podría ganar dinero dando clases pero... no me gusta enseñar —Dijo con suavidad mientras se acercó al rincón—. Pero a ti podría enseñarte un par de cosas —Se volvió hacia ella, tomándola suavemente del rostro—. Me encantaría ser tu maestro...

Cindy soltó una risilla. Estaba tan nerviosa que ni siquiera se atrevió a besarlo. Simplemente se hizo la tonta y siguió curioseando por la habitación, mirando las pinturas de las paredes o el jardín trasero que se divisaba desde la ventana.

Aunque no eran los nervios lo que la detenían, sino algo más.

—¿Qué sucede? —Preguntó él.

—Tengo un mal presentimiento —Confesó ella—. No sobre ti, no te preocupes, sino de algo más. Algo que no puedo explicar, pero que tampoco puedo negar que siento...

—¿Algo como qué? —Volvió a rodearle la cintura con sus brazos.

—¿Alguna vez oíste hablar de que los gemelos tienen cierta conexión? Supongo que se trata de eso. No puedo parar de pensar en mi hermana, y no sé por qué. Quiero tener mi cabeza aquí pero... solo me viene ella a la mente.

—Es porque fue a buscar el manual. Comenzará la universidad, y apenas tendrá tiempo para pasar contigo. Es normal, no te preocupes.

—No, no es eso... Tal vez deba llamar a Elizabeth.

—Oye, no pienses en eso ahora —La tomó suavemente de la barbilla—. Concéntrate en mí, todo estará bien...

Sus labios volvieron a juntarse, suaves como la seda, sellando un destino que cambiaría para siempre sus vidas.

Elizabeth caminó hasta la universidad, enorme como cabría de esperar, con un gran arco de entrada. Carlos la acompañó hasta el fondo, hasta el edificio de Economía y Ciencias, donde divisó a varios jóvenes hacer fila.

Ella se llenó los pulmones y exhaló con fuerza aquella bocanada de aire.

—¿Estás nerviosa? —Le preguntó Carlos con una sonrisa mientras le acariciaba la espalda.



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En el texto hay: vampiros, tragedia, perdida de un ser querido

Editado: 30.01.2022

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