Carsis se acercó al bebedero a un lado del patio. Se encontraba en el Cuartel de Vicziel, donde durante los últimos días se dedicaba a entrenar fervientemente a todos los soldados, tanto nuevos como viejos integrantes del ejército del país. Bajo la sombra del anciano gomero, metió las manos en el agua fresca del bebedero conjunto, hizo un cuenco con sus manos y se mojó el rostro, refregándose la cara. Miró hacia las instalaciones de la institución, donde se alzaban unos potentes muros de piedra pintada con cal. Aureo se aproximaba a él, caminando con una sinuosa elegancia.
—Resulta gracioso que un guardia como tú llegase a ser el instructor de todas estas legiones—comentó con la legible intención de molestarlo.
Sir Carsis lo miró con asco, reteniendo el impulso por golpear el perfecto rostro de la musa. Sabía que no era prudente, sin embargo, ganas no le faltaban. Desde que conocía el carácter de una deidad por naturaleza, o más bien, de una musa seguidora de Héquivra, tolerarlas para resguardar su alma del Ithis le parecía una insufrible represión que, para colmo, era voluntaria. Decidió no prestarle atención, sin precedentes de lo que le dijera, así como había estado haciendo impecablemente desde que conocía a la musa, a quien en primera instancia le habían presentado como un simple peón y aprendiz de Ludcian. Y por la parte de este último, los dones de la codicia, la ruindad y el engaño, sobre todo el engaño, parecían hacer mella del bárbaro. Tras el contrato de sangre con Ludcian, el haber dejado a la musa alimentarse de las emociones de este parecía hacer cada día más fuerte y poderoso a Aureo, quien desde un principio no era más que un muchacho dócil y debilucho. El vigor y la maldad de su esencia resplandecía en sus ambarinos ojos con cada ocaso y las matanzas de rebeldes que promulgaba el Rey Ludcian.
—¿Ah, sí?—optó por decirle desinteresadamente el ex Guardia de Lilith—. Yo pienso que es un poco más digno pasar de peón a mandamás, como tú. ¿O me dirás que aún te sometes a las órdenes de Ludcian? Yo, al menos, le puedo hablar de igual a igual—terminó por responderle.
Internamente, Carsis se regañó por cómo dio rienda suelta a su arrebato. No era un crío. No obstante, eso no le impidió sonreír a sus anchas, satisfecho.
Aureo, en cambio, levantó una ceja, mirándolo de arriba a abajo con notorio desagrado. Luego, le hizo un desprecio por sobre el hombro y se dio la vuelta, acercándose a una banca de piedra pulida. Con gran elocuencia, se tendió en la superficie como si fuese un diván.
—Irónica acotación para un militar como tú—dijo Aureo, jugando con uno de sus peinados bucles castaño claro.
Carsis intentó guardarse la curiosidad. Sabía que no debía caer en el juego de la musa.
—¿Por qué?—se sorprendió preguntando unos segundos más tarde—. Explica eso—demandó tajante.
Cocoroco, Aureo le sonrió con confianza al Jefe de la Guarda de Prigona. Por un momento, Carsis creyó ver que sus dientes se afilaban, por lo que, corrió la mirada con hastío. La divinidad soltó una ácida risilla.
—Dicen que los militantes frustrados son como la jauría del Palacio—comentó con tono cantarín.
—¿Qué quieres decir?—le espetó Carsis con mal genio y agresividad, encarándolo con la legible amenaza en sus iracundos ojos.
Impasiblemente, el inmortal se levantó. Seguidamente, caminó alrededor de Sir Carsis acechándolo.
—Señalo que los perros protegen al Palacio pero que no pueden penetrar en este. Al parecer, siempre ha sucedido lo mismo con los títulos castrenses que no cumplen con el renombre esperado. Y quién sabe, quizás, tu talento sea reemplazable.
El Guarda en Jefe estuvo a punto de darle una trompada de lleno en el rostro de no ser porque una fuerza que no se materializaba se lo impidió. Los ojos de Aureo resplandecían con un fulgor amarillo, como si fueran una potente llama a la que se le arremolinaba el viento. Miró su brazo con cierta alarma. Un finísimo hilo dorado, similar a un rayo de sol, estaba enredándose en su brazo, sin dejarle tocar al chico. Por prudencia, no movió ningún otro músculo y se armó de valor para encarar los anormales ojos de la musa.
—Haz un contrato de sangre conmigo, Carsis—expuso la musa mientras sus escleróticas se volvían negras, como dos profundos túneles donde solo sus ambarinos iris señalaban la salida—. Yo puedo darte el honor que buscas. Veo lo que codicias.
En ese momento, el Guarda en Jefe se sintió terriblemente expuesto. Debía irse de allí. Una parte de él le decía que la musa no aceptaría un no por respuesta. Notó que Aureo iba a insistir y entonces se dio cuenta de dos peligrosas verdades. La primera era que Aureo se alimentaría de Ludcian hasta acabar con cuántas vidas humanas pudiera, exacerbado el poder que había mantenido dormido por décadas. Y la segunda, que no se saciaría fácilmente. Iría a por más, partiendo por él y los hombres bajo su manga.
Entonces, Carsis estuvo a punto de empujar al aprendiz—a falta de poder arremeter contra él sin mortales consecuencias—, no obstante, un grito desgarrador los extrajo a ambos del conflicto que estaban por abordar.
Desde lo más recóndito del Palacio de Prigona, el eco del suplicio reverberó hasta las más próximas instalaciones. Fue un grito de espanto, pánico y dolor. Por un momento, ambos creyeron que se trataba de alguna de las torturas a los opositores para que revelasen sus planes, sin embargo, el demencial alarido continuó desde dentro del castillo, por lo que, no era una de las pobres almas enmudecidas por la profundidad de las mazmorras bajo tierra. La desesperación y el sufrimiento eran perfectamente reconocibles con cada clamor. La voz era grave, presumiblemente masculina. De tanto en tanto algunos gruñidos de contención apagaban el calvario de los lamentos.
Aureo reconoció la voz incluso antes que Sir Carsis.
—¡Maldito Ludcian!—gruñó con voz agónica el chico, mirando sus manos con un horror que combatía contra la rabia mal contenida.
Carsis hizo amago de correr hacia dentro del castillo pero, sin previo aviso, Aureo se desplomó en el suelo, apretando sus manos contra el pecho. Se retorció con violencia y Carsis pudo notar que los dedos de la musa se tensaban, retorciéndose. Buscó su cara para intentar encontrar algún indicio de lo que pasaba, pero solo pudo notar que sus ojos habían vuelto a ser normales antes de cerrarlos llenos de amargas lágrimas. Luego, la musa cayó en la inconsciencia.
Más confundido que alarmado, Sir Carsis observó el sudoroso cuerpo del muchacho sobre el suelo. Su tez estaba pálida, famélica y mortífera como si de un cadáver se tratara. No sin cierta alarma, comprobó si el aprendiz seguía respirando y se lo echó al hombro tras comprobar que sí.
Posterior y apresuradamente, el Guarda en Jefe ignoró los llamados de sus hombres a lo lejos. Unos cuantos se aproximaban con velocidad mientras le pedían alguna explicación, inquiriendo sobre el actuar ante los alaridos del nuevo monarca. Algunos, más por temor que por cautela, decidieron ignorar el hecho de que su líder parecía escapar con un muerto en dirección al palacio. Uno de los asistentes de Carsis, a cargo del entrenamiento, los mandó de vuelta a entrenar.
Para cuando Carsis llegó al lugar de donde habían provenido los gritos, se encontró con un hombre de aspecto descuidado. Llevaba una capa de un oscuro color verdoso que le cubría casi todo el cuerpo. El poco cabello canoso que le quedaba iba con algunas rastas y una que otra piedrecilla de color que decoraba las mismas. Tenía unas grotescas ojeras pintadas con carbón y unas pobladas y desordenadas cejas acentuaban su aspecto el locura proporcionado por sus grandes cuencas que parecían a punto de salir volando desde su agrietada cara.
Lo observó con detenimiento, preguntándose qué hacía aquel dudoso desconocido en los aposentos reales, o más bien, en la habitación del Rey y, por ende, en la de Ludcian. Retrocedió unos pasos sin dejar de observarlo a los ojos y dejó cuidadosamente el cuerpo de Aureo sobre una tumbona junto a la puerta. Insultó mentalmente a todo soldado que debería haber estado haciendo guardia allí y ahora no estaban. Entonces, temió una rebelión, algún complot. Desenvainó su espada con brío, acercándose en tres zancadas al desconocido, quien asustado no hacía más que alzar las manos como si con ello declarase su inocencia.
Cuando estuvo a tan solo un paso de distancia de él, el anciano volcó un montón raros utensilios al piso, ensordeciendo con un escandaloso ruido metálico el ambiente. Carsis notó que se caía una bandeja con sangre a la bella alfombra de lana blanca en el suelo, tiñéndola con la evidencia de una masacre. En el suelo y sobre una mesita de noche, estaba lleno de botellas con residuos de ron, vino y aguardiente. Ciertamente, estaban completamente vacías.
Desconcertado nuevamente, evitó pensar antes de actuar y agarró al viejo por la remera, levantándolo del piso sin complicaciones. Puso el filo del metal en diagonal sobre su yugular. El anciano temblaba y sin hablar lo miraba con horror. Alcanzó a hacerle un tajo sobre el mentón antes de que una de las puertas conjuntas se abriera con estrépito y una de las mucamas saliera de allí, alarmada.
—¡Por favor, no lo haga, mi Señor!—suplicó la doncella a punto de ver ser asesinado al hombre, quien se estaba asfixiando.
—¿¡Dónde está Ludcian!?—bramó a penas la vio entrar e, ignorando su súplica, no bajó al extraño.
La doncella tenía los ojos llenos de lágrimas, presa del pánico y la violencia de la que era testigo.
—¡Está bien, Su Excelencia! ¡El Rey está vivo! Lo estamos bañando. Por favor, no mate a ese hombre. Él ha venido aquí por orden del Rey Ludcian. ¡Él está aquí para devolverle sus pulgares!
El Guarda en Jefe tiró al hombre al suelo, a quien fue a ayudar la chica tan pronto como pudo. Carsis enfundó la espada, entrando con estrépito al servicio conjunto. Dos muchachas en paños menores aseaban el cuerpo del bárbaro y una más se encargaba de mantenerlo despierto, dándole golpecitos en el rostro y hablándole. Al lado de esta última había un balde putrefacto con lo que Sir Carsis supuso que sería vómito. Sin embargo, el olor a azufre era potente.
Recordó las palabras de la chica afuera. Buscó las manos del bárbaro, las cuales estaban fuera de la gran bañera, evitando que se mojasen. Las telas color crema que las envolvían ya eran carmesí.
Se acercó con cierto grado de espanto.
—¿¡Qué has hecho, Ludcian!?—le inquirió al rubio, dándole una cachetada que lo sacó de su embriaguez por un instante.
Las muchachas optaron por retirarse rápidamente pero, Carsis las miró con brutalidad y enojo, bastando con ello para que se quedasen a lado de la puerta sin rechistar.
Tomó al bárbaro de los cabellos, haciendo que lo mirara a la fuerza. Notó cómo a este le costaba enfocar.
—¿Qué quieres?—le escupió Ludcian con una voz apenas inteligible.
—Me vas a explicar ahora qué mierda has hecho—indicó Carsis entredientes.
—Lilénn, hazlo tú. Las demás, traedme más ron y llevadme a la cama—ordenó con tono rudo antes de cerrar los ojos y dar vuelta la cara con tanta fuerza que Carsis se vio obligado a soltarlo para que vomitara fuera de la tina.
Carsis, con un semblante más molesto que fúnebre, se giró hacia la única chica que no se había movido de al lado de la puerta. La estudió desde abajo hacia arriba. Tenía una tez blanca. Los dedos de los pies posiblemente enrojecidos por el agua fría en que había estado metida. Iba en camisón, empapada. Estudió la esbeltez de sus piernas, deleitándose con los gordos muslos. Se detuvo en la mota negra que se traslucía por la tela rosa, subió por el abdomen plano y se acercó a ella sin dejar de mirar los bondadosos senos con los pezones erizados. Finalmente, cuando estuvo a su altura, la tomó del tembloroso mentón para dignarse a mirarle el rostro. Unos ojos grises lo miraban con miedo.
—¿Y bien?—preguntó comenzando a tocarla con los dedos, pasando por el cuello y luego por arriba de los senos para llegar al hombro y descender su roce por el brazo.
—¡Afuera!—les gritó Ludcian antes de que comenzasen a platicar.
A Lilénn le pareció que se le iba a romper la garganta al bárbaro de tanto que le oía gritar.
Carsis, tomándola desprevenida, acercó a la muchacha a su cuerpo, agarrándola por las nalgas con una mano. Con la otra, abrió la puerta para después tirarla sobre la cama.
El hombre había desaparecido junto a la otra chica. Aureo, para su extrañeza, brillaba por su ausencia también, aunque dudaba que se hubiera ido solo.
Agarró un taburete y se sentó de piernas abiertas, con los codos en las rodillas y las manos entrelazadas bajo el mentón, contemplando a la asustada joven sobre la cama. La chica estaba de brazos cruzados, tapando su busto inútilmente.
—Explica—ordenó Carsis con voz agitada.
La muchacha comenzó a llorar.
Con hastío, Carsis se quitó la chaqueta y se la tiró a la cama. Luego, ante los confundidos ojos de la chica, se dio vuelta, levantando las manos para demostrar que no haría nada más. Escuchó cómo se movía la mujer en la cama, desesperada.
—El Rey ha enviado a buscar un curandero a Lephilyón—comenzó a hablar rápidamente la chica, con voz dócil, sorbeteándose los mocos de la nariz y abrochándose la larga chaqueta—. Dijo que solo aceptaría el trabajo de un curandero bárbaro. Se llama Leofrich y es mudo de nacimiento. Los bárbaros creen que ese es el precio de sus dones con las musas, por eso tiene renombre en las tierras del norte y sus habitantes confían en él.
—¿En qué consiste eso de devolverle los pulgares?—inquirió con recelo, dándose la vuelta con mucho cuidado.
—Leofrich cortó con una navaja el espacio entre los índices y anulares de las manos del rey, hasta llegar al hueso. Luego usó un aparato extraño para separarlos. Asegura que desarticulará sus dedos índices hasta dejarlos a la altura de donde antes estaban sus pulgares. Con el tiempo, él asegura que sanará y podrá usarlos como una nueva rótula en cada mano. Advirtió que sería muy doloroso y sanguinario el tratamiento. El Rey quiere hacer esto, cueste lo que cueste, nos ha jurado. Sin embargo, lo quiere hacer en secreto. Sobretodo de su aprendiz, pero no nos dijo por qué. Simplemente cumplimos la orden de asistirlo sin hacer preguntas ni hablar del tema—relató la mujer con un escalofrío al recordar cada detalle de lo que había presenciado, secándose las lágrimas con ansiedad.
Por su parte, Carsis negaba con la cabeza a medida que escuchaba a la joven. Todo resultaba cada vez más macabro y sin raciocinio. Aquello no terminaría bien.
—Lilénn—la interrumpió, saboreando su nombre a la vez que la miraba penetrántemente a los grisáceos ojos—. Vístete y espérame en mis aposentos—le exigió antes de pararse e ir en busca de Aureo.
Tenía unas cuantas preguntas que solo la musa le podría responder con la verdad.