Evatla procuró ocultarse el rostro con la capucha de la capa color vino que le había robado a uno de los mercaderes del puerto. Miró a ambos lados la extensión de la ladera y tomó una gran bocanada de aire antes de echarse al hombro la cesta con higos que Sir Kiev y su lacayo habían sacado de una carreta. Colándose entre la fila de sirvientes que entraban a las arcas del Palacio de Verner con el anochecer a su tras.
Cuando fue su turno, uno de los guardias que supervisaban la entrada tanto de los cargamentistas como de las mercaderías se detuvo en ella un instante. Evatla intentó mirar a la librea con sumisión, como había descubierto que hacían la mayoría de los siervos en Aranza, pero la curiosidad y la tensión fueron mayores y, antes de darse cuenta, ya lo estaba observando directamente a los ojos con toda la naturalidad que pudo, rogando protección a las musas que su reino adoraba. No obstante, su seguridad ofendió a la frágil masculinidad del bruto Guarda. En menos de un segundo, el hombre le propinó un puñetazo en la barbilla, adormeciéndole la mandíbula y haciendo que casi perdiera el equilibrio y, con ello, el contenido que rebasaba la cesta. El gorro de su capucha cayó sobre sus hombros y reveló su rostro rasguñado por el bosque y el entrenamiento con Kiev, además de corta melena castaña, común en las doncellas de Aranza.
El guarda escupió hacia sus botas y la miró con desdén.
—¡Pensarás dos veces antes de desafiarme con la mirada, perra! ¡Entra ya, mugrosa!
Estupefacta, la princesa entró a la bodega con apremio. Una vez dentro, dejó la cesta sobre uno de los tantos estantes que llenaban la estancia y se tocó la barbilla con delicadeza. Dolía, y estaba hinchado.
—No le des tantas vueltas, muchacha. La próxima vez mira hacia el suelo—le dijo suavemente una anciana que pasaba con una olla llena de porotos desgranados, mientras colocaba una arrugada y manchada mano sobre el hombro—. Ven, debes ser de las nuevas. He visto a tantas chicas entrar con el esplendor de su juventud y salir en una carreta desde los cuartos de los hombres directo a la fosa común. Quizás no te pase si aprendes a pasar desapercibida.
Evatla abrió los ojos a sobremanera, aterrada por la significancia de las palabras de la vieja mujer. La cultura y las costumbres del Meridiano la aterraron más que sorprenderla, ni siquiera sobre los reinos del Norte había oído semejantes barbaridades. Evatla fue consciente entonces de que había estado viviendo en una burbuja en Prigona. Su abuela susurrándole a su abuelo el rey y luego su padre, aunque habían castigado cruelmente el abuso y acoso hacia las mujeres, sin importar su condición social, instaurando nuevas tradiciones y otorgando la dignidad que merecían las doncellas como ciudadanas de su gobierno por medio de las leyes, sólo había sido en un idealizado oasis alejado del mapa. Por eso tantos reinos se le oponían. Ahora lo comprendía. Cinco reinos brutos contra dos generaciones de una familia real que estaba comenzando a romper las tradiciones y costumbres que desfavorecían a las doncellas, protegiéndolas con la ley y los castigos más sangrientos a sus agresores y violadores, afirmándoles el derecho de elegir con quien casarse, afirmándoles también el derecho de poder ser tratadas como una igual en sociedad y, sobre todo, a ella, la Princesa Evatla I, de gobernar su nación. Todo aquello, ahora que había sido golpeada por primera vez en su vida por un hombre, era una escalofriante revelación.
Evatla sentía impotencia y humillación.
Prigona había sido hasta entonces las cuevas de Cicerón en la superficie, el paraíso para cualquier mortal, sobre todo para las mujeres. Y aquellas brutalidades que ocurrían en el resto de las tierras reinadas, aunque ella solo lo había leído en los libros de historia de su reino, no le sabía bien a los demás gobiernos de Prigothiel, pues en ellos, era una realidad nata, una forma de vivir.
De pronto se le aguaron los ojos de pura rabia y tristeza. La anciana cocinera la miró con lástima, viendo su reflejo en la penosa imagen de la chica.
—Venga, te pediré como mi asistente, no tengas tanto miedo. Así no tendrás que andar por el Palacio de Verner y atender a los soldados y guardas del Rey Cadmio, y esperemos que jamás a este último ni a su heredero político.
Evatla se volteó a mirarla con interés. Era su oportunidad.
—¿Por qué?
—Bueno, aunque al Príncipe Vaal nunca se le ha visto dañar a una mujer públicamente, ni existen rumores advirtiendo que tengamos que temerle, carga con una oscuridad... diferente. Muy pocas veces sale de sus aposentos.
Las cejas de la princesa se consternaron, mirando con culpa a la cocinera.
—Quiero ir. Déjeme llevarle la cena.
—¿Por qué querrías eso?
—¿La verdad? Quiero mirar los alrededores, para saber hacia dónde huir. Y, además, no me gustan las cocinas. Me traen malos recuerdos, cargados de muerte—mintió.
La anciana asintió pesadamente con su cabeza.
Evatla, siguió las indicaciones de la cocinera y llegó a uno de los aposentos reales. Tal como le indicaron, golpeó la puerta cuatro veces antes de entrar. La mujer le explicó que aquello avisaría que dejaría la comida y se retiraría. Entró despacio, sintiendo cada vello de su piel erizarse. La habitación era cálida, casi en penumbras a excepción de la chimenea y un candelabro con bondadosas velas sobre un escritorio desordenado.
Entró la carretilla en que estaba la comida y cerró la puerta tras de sí. El silencio era absoluto.
—¿Vaal?—preguntó con cautela, notando cómo el eco recorría la estancia.
Se adelantó unos tímidos pasos, intentando reconocer alguna silueta, pero antes de dar un cuarto paso, una mordaza la arrojó hacia atrás y luego la empujaron hacia el enorme escritorio. Reconoció el frío del metal en su cuello y algo de la cera de las velas cayó en su frente, quemándola. Pero no pudo detenerse a pensar en ello cuando allí, en la penumbra, encontró el rostro de su hermano menor, el tercero. Los mismos ojos de su padre, el Rey Eufemor y con el pelo ondulado de la Reina Sieg, al igual que ella. Incluso sus facciones eran parecidas a Hardin, el primogénito de Sieg que había sido asesinado por las manos de Cadmio, el mismo rey que tutelaba a Vaal como su heredero político.
—¿¡Qué quieres!? ¡Ya vete, maldita sea! ¡Deja de atormentarme, lo hago por tí! ¡Eres aún peor que Eufemor!—bramó con cólera, pero luego se desenvolvió en amargas y desesperadas lágrimas, tirando los libros y mapas sobre el escritorio al suelo después de alejarse de ella y tirar la daga al suelo. Se acuclilló contra el escritorio mientras ahogaba sus gritos en la ropa.
Evatla lo contempló sorprendida y sus ojos se llenaron de lágrimas. No supo si fue por la emoción de volver a verlo y saber que estaba vivo o porque parecía vivir en una tortuosa ensoñación.
Se llevó la mano al cuello, corroborando que sangraban unas gotitas desde el leve tajo en su piel. Tomó el candelabro, acercándose con suavidad hacia su hermano. Extendió una mano casi con el miedo a que el joven se desvaneciera en la calidez del aire.
—Vaal, respira—pidió con ternura—. Soy yo, tu hermana Evatla. Soy real. Mira, sangro—dijo con suavidad, mostrándole la punta de sus dedos—. Estoy viva y aquí contigo.
El Príncipe Vaal levantó el rostro con reticencia, reconociendo el rostro de su hermana menor a la luz del candelabro. Su rostro de asombro le dijo todo a la muchacha. Dejó el candelabro a un lado y se fundieron en un fuerte y reconciliador abrazo.
Vaal, por su parte, por primera vez desde que había sido enviado a Aranza como una moneda de cambio por la paz, se permitió llorar en el hombro de alguien. Abrazo a su hermana como había soñado con abrazar a alguien tantas veces, sacando la profunda tristeza e ira de su cuerpo con cada llanto y cada temblor de sus músculos.
El Príncipe Vaal se despegó de los brazos de su hermana y la miró a los ojos con demasiados sentimientos encontrados. La princesa no supo si lo dominaba la intriga, la emoción, la melancolía, la impotencia o el resentimiento.
—¿Es cierto que luego de enviarme aquí cambiaron las leyes para que tú pudieras gobernar? ¿Eres tú la heredera de Prigona? Me han siseado muchas lenguas viperinas que no hiciste nada para llevarme de regreso a casa, para quedarte con el trono y sacarme de la línea sucesoria. En el fondo, quiero que me digas que tú no consentiste que me enviaran a las manos del asesino de Hardin, nuestro hermano.
Afligida, Evatla lo miró a los ojos con cierta culpa.
—Jamás lo consentí, Vaal, pero es cierto que de no haberte enviado, no solo Prigona, sino que Prigothiel entero pertenecería a Cadmio o a sus aliados de entonces. Era una guerra política a mitad del inclemente invierno en medio de la hambruna que siguió a la sequía, no podíamos pelear. Era el mal menor.
Vaal se puso de pie, apoyándose en el escritorio mientras la miraba con tirria, limpiándose las lágrimas con violencia. Apretó los puños, percibiendo como el desconsuelo y la agobiante incertidumbre abandonaban su corazón, dando paso al desprecio y la decepción, materializado en el rostro de su hermana, su propia sangre.
—De modo que te tapaste los ojos para convencerte de que no eras partícipe de mi destino. ¿Es eso?—siseó con amargura, mirándola de arriba a abajo con asco—. Y ahora estás aquí, evidentemente ocultando el personaje que eres para la historia. Debo asumir entonces que las noticias del viento son ciertas. Ludcian de Lephilyón ha tomado el trono de Prigona y solo tú debes quedar viva. ¿Qué quieres de mí? ¿Ayuda, protección? Sabes bien que no puedo dártelo.
La princesa de Prigona tomó aire antes de hablar. Procuró mantener dignificada su entereza. Debía razonar con Vaal.
—Padre está muerto, sí. Pero aún podemos recuperar nuestras tierras. Quiero que vuelvas conmigo. Que nos unamos y sembremos la rebelión. La guerra aún no está perdida. Puede que nos hayan conquistado los bárbaros del Norte, pero aún quedan cosas por las que luchar. Nuestra nación, nuestra gente, nuestra familia. Ven conmigo. Eres el Príncipe Vaal de Prigona.
La habitación se llenó de un silencio sepulcral, interrumpido únicamente por el chirriar de las chispas de la chimenea. Pensativo, el noble observó absorbido en el pasado la piel cicatrizada de la mano que le extendía su hermana. Se dio cuenta que ni siquiera le nacía preguntarle por ello, o por los detalles el asalto al reino. Ya no eran familia. Habían dejado de serlo el día que se subió a un barco con destino al Palacio de Verner, su destino. Soltó un bufido con ironía. Su final era similar a la desdicha de su madre.
—Te equivocas, Evatla. Eras mi hermana mayor, esperé ingenuamente que me protegieras. Allá en Prigona tenías voz y voto. Pero ahora es distinto, fuera de tu arrebato reino todo es distinto. Yo ahora soy el Príncipe Vaal de Aranza y solo tú la heredera fugitiva al trono de Prigona—afirmó con dureza, mas una lágrima rodó por su mejilla. La decepción, decisión y desprecio eran latentes en su voz—. Naturalmente, no delataré que entraste a este palacio, pero vete cuanto antes. No tengo poder para ayudarte ni quiero hacerlo. Déjame, pues bien sabemos los dos que si estas no fueran las circunstancias, jamás habrías mirado atrás para intentar contactarme siquiera. Por mí, Prigona y su linaje pueden extinguirse.
De pronto, a Evatla le pareció helada la habitación. Mantuvo su mirada sobre la de su hermano con pesar.
Abatida, supo que toda esperanza que podría haber encontrado en Aranza estaba perdida. Se tapó con la capucha para escabullirse por los lúgubres pasillos a mitad de la noche, dándose media vuelta para irse, pero una pregunta en la punta de sus labios la obligó a insistir en conseguir información.
—Una última pregunta. Cuando a madre se le exilió, las leyes aún no me daban voz ni voto en la Mesa de Vicziel, pero tú si tenías ojos, oídos y boca en la corte y el consejo real. ¿A qué recóndita tierra exiliaron a nuestra madre? A mí desde siempre se me ha callado con la respuesta de que está en algún lugar en el exilio. Dime dónde podría encontrarla.
A su pesar, Vaal negó con la cabeza, soltando una histérica risa.
—Evatla, Sieg ha de estar muerta hace mucho tiempo. De cierto modo, ella y yo compartimos nuestro final. Es la única especie de recuerdo que pude guardar de ella—confesó con sarcasmo el destino de la Reina Sieg, ocultando su dolor y oscuridad—. Ella fue subida a un barco en medio del invierno, igual que yo. La diferencia es que su navío no tenía destino y solo las olas dirían a dónde llegaría. Aunque el barco estaba bien proveído de víveres y herramientas, una mujer adúltera atada a un mástil y sin conocimientos de navegación ante una tormenta inclemente no iba a sobrevivir. No me sorprendería si su barco está en el fondo del mar Jurien, con su cadáver aún atado a ese mástil.
A Evatla le tembló el mentón con violencia, pero solo se limpió la lágrima que bajaba por su mejilla antes de abrir la pesada puerta sin mirar atrás.