El día estaba transcurriendo sin ningún problema.
Me había levantado temprano un domingo para asistir al cine donde trabajaba. Regularmente mi horario era en las tardes, pero desafortunadamente hoy tuve que tomar el turno de la mañana porque el chico que cubría ese turno había pedido su inasistencia por dolor estomacal.
Tuve que programar mas de ochocientas alarmas para que pudieran despertarme temprano, y después de que la alarma número setecientos noventa y nueve, sonara, finalmente me desperté sin ningún inconveniente. Mi tía Margaret siempre tenía ese hábito de despertarme los domingos que me tocaba cubrir el turno de un compañero, pero en esta ocasión no pudo hacerlo ya que prácticamente tuvo que dormir en el hospital.
Pero gracias a la alarma del teléfono – y que puse mas de mil horarios antes de la hora que debía despertarme-; pude despertarme a tiempo para poder asistir puntual a mi horario de trabajo.
Las gemelas habían estado practicando para su obra así que simplemente desaparecieron después de decir un: nos vemos luego mientras yo estaba comiendo galletas y un licuado de fresas en completa soledad en la mesa de la cocina.
Mi trabajo en el cine no era nada fuera de lo común, ni siquiera era tan interesante. Solo bastaba con atender a los clientes siempre con una sonrisa cordial, les decía amablemente los combos de palomitas con refrescos que ofrecía el cinema y esperaba a que ellos ordenaran para preparar su pedido. Siempre hacia todo con una sonrisa porque la política de la empresa era que los empleados deben de estar siempre sonrientes, ya que se regían por el lema: atiende con una sonrisa. Lema que estaba pegado en un cuadro color oro en una de las paredes del cine, que nos hacía recordar que debíamos de seguir las instrucciones si queríamos seguir con nuestro empleo.
Pero en esta ocasión, no podía mantener una sonrisa falsa en mi rostro.
Allan Pemberton estaba aquí. Con un par de morenas a su lado.
Allan sonrió al verme, y yo quería desaparecer en este preciso momento como por arte de magia.
El único lugar en el que estaba fuera de las garras de Allan Pemberton, y que él desconocía. Era el cine donde yo trabajaba. Pero ahora este lugar también sería corrompido por su presencia.
– ¿No es el lema empresarial atender a todos los clientes con una sonrisa? – inquirió burlón. – Vamos, sonríe dulce Madison.
Inhale profundamente, llenando mis pulmones de aire, tratando de disipar la ira creciente dentro de mí para después poner la mejor de mis sonrisas falsas.
– ¿Qué es lo que va a llevar? – pregunté con fingida cortesía.
Allan miró pensante la pantalla arriba de mí, para después bajar su mirada hacia mi rostro, mirando juguetón mi rostro impaciente que trataba de mantener la compostura.
– Quiero Madison envuelta en caramelo.
Límite de paciencia igual a 0. Allan era un chiquillo insoportable.
Inhale nuevamente, tratando de mostrarme tranquila aunque la sonrisa en mi rostro estuviera comenzando a deformarse. Allan Pemberton siempre sacaba lo peor de mí.
– Le pido que reconsidere su orden y pida lo que esta en el menú – espeté entre dientes.
– Lo reconsideré muy bien – dijo con la mejor de sus sonrisas.
Las chicas a su lado me veían con rostro ensombrecido. Ellas lucían igual de molestas que las chicas de la cafetería de la vez anterior. Sus rojizos labios hacían una mueca de molestia mientras me miraban fijamente, analizando mi rostro y alzando sus cabezas con orgullo al comprobar que yo no era demasiado bonita como lo eran ellas. Yo usaba maquillaje, pero siempre lo usaba con sutileza sin llegar a ser extravagante; no usaba largas pestañas, ni tenía los labios carnosos, ni gozaba de ostentosas caderas y de un cuerpo curvilíneo, pero aún así ellas se sentían molestas conmigo al tener la atención que les correspondía.
Allan iba a ser la causa de todos mis futuros problemas. Podía apostar por ello.
– Si no va a ordenar nada coherente, entonces puede irse.
– Queremos el combo para parejas – dijo la chica de piel clara con una sonrisa aún mas falsa que la mía.
– No, no. el combo de amigos, el grande – replicó el chico que había llegado hace unos segundos, y que ninguno de los presentes nos habíamos dado cuenta de su presencia hasta que hablo.
Ambos amigos se saludaron chocando sus puños, a lo que yo rodé los ojos, como suele decir mi tía Margaret: Dios los hace, pero ellos se juntan. Ese proverbio queda tan bien en ellos porque ambos son tan para cual. Mujeriegos y malditamente atractivos.
Trate de hacer oídos sordos ante su charla mientras fingía estar sumamente concentrada en lo que estaba haciendo, escuchando solo el sonido de la maquina donde salía el refresco del sabor correspondiente.
Puse la charola con las palomitas y los refrescos frente a ellos.
– Son trece dólares – dije con simpleza.
Allan sacó su tarjeta de crédito y pago con ella. Una vez que agarre la tarjeta con mis manos, él la sostuvo con mas fuerza impidiendo que yo la tomara por completo.
– Te esperaré hasta que tu turno termine – murmuró sonriente para después soltar la tarjeta color azul.
Omití el hecho de que él había dicho que iba a esperarme hasta que mi turno terminara y le entregue de vuelta su tarjeta de crédito con una sonrisa forzada en mi rostro. Allan me guiño el ojo para después encaminarse a los adentros del cinema.
Él era lo peor que pudiera pasarme.
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Realmente no creí que él lo haría.
Creí que solo estaba molestando como siempre lo hacía. Pero realmente lo hizo, me espero a fuera del cine hasta que mi horario termino.
Carraspeo tratando de mantener mi compostura y caminar por el lado contrario fingiendo no haberlo visto, ignorando el malestar que se había instalado en mi estomago. De seguro y los nachos con extra queso que me comí a escondidas del gerente me había caído mal.