-Ehogan -llamó Kelsen por tercera vez- ya es la hora.
Lo había escuchado en la primera ocasión. Lo había oído llegar, sus pasos acercándose por el largo corredor con la parsimonia de la muerte. Kelsen era lento para todo. Hablaba masticando las palabras, bebía a sorbos cortos y le tomaban años de cortejo el llevarse a una mujer a la cama. Su plan también había tomado años y estaban a punto de completarlo.
-Solamente una pelea más, hermano.
Ehogan quería creerle. También quería levantarse, quitarse la camisa para que se vieran bien todas sus cicatrices, todos los intrincados tatuajes, todos los marcados músculos. Quería seguirlo por el pasillo, conocer al hombre al que molería a golpes y lanzar el primer puño. Un meteoro. Rápido como un último aliento. Pero le paralizaba lo mismo que siempre, una sensación profunda, fría e insondable, feroz y quieta como un monstruo dormido al que era mejor no molestar.
Si alguna vez alguien hubiera soltado en voz alta que el lento y el miedoso conseguirían escalar tanto en la aristocracia de Nueva Orión como para hacerse con la ciudad, a ese alguien le habrían llamado loco a gritos. Y ahora estaban tan cerca que probablemente tan solo hubieran susurrado.
-Ehogan...
El nudo en la base de la garganta hacía a la saliva, al aire y al humo del tabaco una sola bola maciza difícil de tragar. Sin embargo, masticó, tragó y se levantó. Expuso pecho y espalda bajo la luz mortecina de las lámparas de gas, y caminó con los brazos a los lados, flexionados, luciendo una imponencia que no sentía pero que venía bien para mostrar, para engañar.
-Esta será la última -Kelsen aseguró, haciendo luego una pausa, tomando un aliento- probablemente... -añadió al fin.
-Lo dudo -Ehogan sonrió-. Te conozco, siempre hay algo más, algo más allá.
-Esta vez no, hermano.
No era su hermano, solo tenían las mismas madres. Todas las madres.
-Esta vez -continuó Kelsen- juntaremos lo suficiente como para comprar este maldito sitio de una vez y, con ello, todo el distrito. Entonces podrás...
-¿Hacer qué? -lo atajó Ehogan, al vuelo-. ¿Junto un par de señoritas de magras carnes, compro un par de camas y me pongo aquí un puterío? ¿O un puñado de gañanes con espaldas anchas y voy a picar hielo? Mírame bien, Kelsen, ya soy un hombre. Quizá cuando todo esto empezó me habrías podido contar el cuento de la otra vida, pero ahora ya tengo los nudillos encallecidos, ya ni siquiera los pelan los dientes de la carroña que me traes para ablandar.
-Perdona...
-Es lo que soy, Kelsen. Lucho. Y así está bien. Sólo...
-¿Qué?
Ehogan tragó saliva. Respiró hondo. Flexionó los brazos y aclaró la mente. Ralentizó su pulso mecánicamente, frenando el desbocado corazón. Se le aclararon los ojos, le sobrevino un coraje líquido que le recorrió las venas como lava. Era de mentira, lo sabía, pero desde hacía mucho no usaba su magia para otro propósito que el de insuflarse valentía.
-No me des esperanza -susurró.
Y avanzó, dejando atrás la tenue oscuridad del corredor, saliendo a la arena negra del Foso, brillante bajo la luz de los mil candiles.
El Foso era literalmente un hueco hecho en la tierra, rellenado por negras piedras diminutas que lastimaban la carne de los pies. Al foso se iba descalzo y con el torso desnudo. Nadie sabía muy bien por qué, pero la tradición era tan vieja como la liza y en Nueva Orión las tradiciones se honraban con vehemencia, al menos las pocas que habían.
Las tribunas se levantaban hasta donde alcanzaba la vista. Los palcos más cerca del espectáculo, cubiertos de pared a pared con pieles de bestias, con los pisos sembrados de almohadones mullidos donde los apostadores se sentaban a fumar y a perder dinero. Justo después estaban los graderíos, de donde en realidad se cosechaba el dinero. Venía bien que los aristócratas, los mercaderes y terratenientes pusieran grandes sumas a juego, pero eran los más pobres y sus apuestas menores, junto al dinero que se gastaban en el orujo que comúnmente repartían mozuelas ligeras de ropa en momentos escogidos, lo que verdaderamente hacía rentable el negocio. Y aquella noche, las gradas estaban llenas.
La primera ronda de licor pasó. Era costumbre que pasara cuando ambos contrincantes se encontraban en la arena, pero a Ehogan aquella noche solo lo esperaba el anunciador. Un hombre bajo y delgado, con cara de rata y espalda encorvada, pero con una voz lo suficientemente potente como para hacerse oír sobre toda la algarabía. Se llamaba Bornos. Ehogan lo conocía largo tiempo. Era buena compañía para beber, pero siempre que se tuviera a buen recaudo la bolsa del dinero. Bornos le dedicó una sonrisa irónica cuando estuvo cerca. Ehogan lo ignoró. Era la misma sonrisa de siempre. Parecía preguntarle cuánto tardaría aquella vez, cuánto le tomaría acabar con aquel contrincante.
-Como les dije -el hombre vociferó- hoy tenemos para ustedes una sorpresa. Una sorpresa traída de tierras lejanas, de las mismas tierras de donde viene nuestro invicto campeón.