El Corregidor llegó acompañado por un puñado de invitados interesantes. Por ejemplo, el duque Almedrand Dewette, un hombre extranjero de unos setenta años al que Ehogan se había enfrentado en la Batalla por la Colina Torna durante la Gran Guerra. Dewette se hallaba en la ciudad en misión dipolomática, como emisario de la Mujer Dorada, declarada emperatriz de las tierras del Norte. Dewette llegó acompañado de su dama norteña, una señora cuyo nombre ni Kelsen conocía, pero que lo miraba a todo y a todos como si estuviera en su establo, eligiendo qué bestia montar aquel día. Un joven con uniforme militar de Nueva Orión venía detrás. Era rubio, alto y delgado. Lucía un precioso sable decorativo con la vaina engastada de perlas y también a una muchachita mucho más joven, igual de decorativa, con unas perlas igual de hermosas brillándole desde la sonrisa exultante. Llevaba un precioso vestido azul vaporoso, del mismo color que el de la dama norteña, y unos pendientes largos y plateados, a juego con su cabello ceniciento, un tono más oscuro que el del duque Dewette. Venía también con ellos un hombre maduro de nariz aguileña y cabeza rapada que en la lengua común, maltratada por acento Noro, se introdujo a sí mismo como el Profesor Lebuortz Przeorski, un supuesto investigador afamado del que todos, excepto Ehogan, habían oído hablar, pero al que ninguno había leído. Przeorski los saludó uno por uno enérgicamente, aunque igual de enérgica era la expresión de desagrado en su rostro cuando llegó el turno de los invitados "con pieles más humildes", como el mismo dijo cuando felicitó a Torsten por su mixta concurrencia.
-De donde yo vengo, la vida nocturna no es muy inclusiva -se explicó-. Por lo general las fiestas tienen una fuerte motivación religiosa y se admite casi en su totalidad a fervorosos practicantes.
-¿Y ante qué dios se inclinan de donde usted procede? -se interesó Kelsen.
-Ah, no, no -respondió Przeorski-. No existe en nuestras tierras una religión definida. Cada hombre es libre de elegir ante qué dios se postra y las celebraciones suelen servir como un modo de socialización de esta misma espiritualidad.
-En ese caso -Ehogan intervino- no veo por qué privarse de la espiritualidad de invitados con pieles más humildes.
Przeorski sonrió con ironía.
-Espiritualidad... -repitió arrastrando las sílabas.
Kelsen se apresuró a frenar la réplica de Ehogan, pero nadie previno la respuesta de Iceni, envuelta en una amargura cuyo origen Ehogan no supo identificar.
-El espíritu en Noren parece importar más que las buenas maneras -dijo la mujer- cosa que en Nueva Orión nos caracteriza. Por eso, profesor Przeorski, tendrá también usted un lugar en nuestra mesa. A ver si observa con detenimiento, a ver si aprende.
Przeorski se disculpó ocultando la boca con una mano, luego desapareció entre los otros invitados, bajo la excusa de que tenía seca la garganta.
Para entonces el salón estaba lleno y varias parejas se habían adueñado del espacio al ritmo de la cítara y las flautas. Como era la costumbre, las mujeres recogían el faldón en la mano que unían a la de la pareja y se dejaban guiar con docilidad, acompañando el paso, sustentándolo con gracilidad. La hija de la norteña miraba a los bailarines con añoranza, atenuada su sonrisa al ver que su chambelán parecía más interesado en la conversación de los adultos que en las caídas de ojos que ella le dedicaba con esmero.
-Cuando su hermano me lo dijo, Ironclaw, me lo tomé como una broma de mal gusto, y sólo lo tomé en serio hasta la tercera vez, cuando parecía a punto de perder la paciencia.
A excepción de Ehogan y el joven militar, todos rieron ante las palabras del Corregidor. Lord Harmenzsoon Auvenagel era un hombre respetado, incluso hasta querido, pero a Kelsen le daba mala espina, por lo que Ehogan sabía que tenía que cuidarse de él dos veces. Una por las advertencias de su hermano y otra por las visitas periódicas que hacía a su casa, muchísimo después del anochecer.
-Pero, la verdad -el Corregidor continuó- no se me ocurre un mejor hombre para el puesto, ahora que lo veo con más perspectiva. A usted los golpes en la Arena no le han nublado la mirada y hay sagacidad en sus ojos.
-Sin mencionar...
-Sin mencionar su brillante carrera militar -interrumpió el Corregidor- sí, Kelsen, por enésima vez. Las dos veces que tuve que enfrentarle en el campo de batalla, salí por muy poco del paso, recuerdo Viñedo Amargo...
-Yo a usted no lo recuerdo -Ehogan dijo de pronto con voz afilada, cortante-. Recuerdo a muchos de los aquí presentes, incluso a Sir Azor, que baila más allá, pero no a usted.
Un silencio tenso siguió a sus palabras y Ehogan supo que había hablado demasiado. Supuso que aún estaría drogado, y sin el freno de Kelsen, el calor de la conversación le había vuelto imprudente. Su hermano tembló. La dama norteña pareció mirarlo por primera vez en toda la noche, sin ocultar la curiosidad que le producían sus manos vendadas. El muchacho lo fulminó con la mirada y tanto Torsten como Dewette resoplaron, hallando repentino interés en todo lo que ocurría al rededor. Iceni le rescató.