Kelsen lo alcanzó cuando dejaba el vestíbulo hacia una calle golpeada por los cascos galopantes de un viento nocturno que venía desde el este, seguramente enviado por la inmensa luna llena que brillaba, recortada por la silueta de las edificaciones más altas. A él siempre le había dado envida la forma en la que a Ehogan le crecía el cabello. Una melena negra de rizos indómitos como las crines de un caballo salvaje, a las que ninguna tradición cultural podía someter. Al ser un hijo ilegítimo, nacido de la guerra y la lucha entre razas, Ehogan no podía trenzarse el cabello como el resto de su gente, y a la vez, tampoco estaba obligado a hacerlo. En realidad, no estaba obligado a nada. Y eso era, probablemente, lo que Kelsen más envidiaba: La forma en la que su hermano podía dejar las reuniones sin mirar atrás cuando así le decía su ingobernable corazón.
-Te vas -dijo Kelsen, sin alzar la voz.
-Me voy -Ehogan reafirmó, deteniéndose como si dudara-. ¿Me voy?
Kelsen suspiró. Otra vez tendría él que disculparse, que atenuar, que asegurar que aquel hombre que tenía delante podría alguna vez comportarse según los modales que tanto apreciaba la civilización. O podría ordenarle, obligarle a que diera media vuelta, a que se comportara, al menos hasta que se deshiciera en su sangre todo rastro de la Tuercevoluntades que tan comedidamente le había hecho beber.
-Hay un lugar en el infierno para gente como nosotros, hermano -Kelsen se escuchó decir de repente-. Para ti, que eres de los que fallas las promesas y para mí, que soy capaz de lo que sea por que los que son como tú las cumplan.
-No conoces mis motivos.
-Pero siempre los hay -Kelsen bajó un escalón, dos, lento, como si le doliera-. Siempre tienes motivos que no entiendo.
-Igual que tú. Tú también tienes motivos siempre -Ehogan dijo, con una voz que sonaba cansada- solo que yo he perdido las ganas de conocer cuáles son. He perdido las ganas de saber cuál es tu deseo, el por qué te complicas la vida tratando de que la mitad de esta gente deje de mirarte como si fueras a saltar sobre la mesa de uno a otro instante mientras el resto tasa tu utilidad.
-Esto es por todos nosotros, es por todos nosotros ¡y lo sabes!
Ehogan alzó la cabeza hacia el cielo negro y soltó una carcajada amarga. Echó a andar, sin prisa, sin pausa, como solía hacer la gente a la que nada apuraba ni detenía.
-No por mí, hermano, no por mí y lo sabes. Pero anda, ordena. Aún siento tu menjunje en las venas y eso a veces une más que la sangre. Ordena que dé media vuelta y gánanos a ambos la vergüenza de los dioses a ti por tu ambición infinita y a mí por no tener las fuerzas para detenerla.
-¡Ehogan...! -inició de repente Kelsen, pero la voz le falló- Ven -terminó en un susurro.
Ehogan se detuvo.
-¿Pides u ordenas?
-Pido... creo...
-Entonces tú y yo hemos terminado por esta noche.
Para cuando Kelsen levantó la cabeza, no quedaba rastro de su hermano, pero ya se le habían ocurrido media docena de excusas y tres formas de reemplazar su amenazadora presencia en la mesa de las negociaciones de esa noche con la que Ehogan parecía haber terminado, pero que para él, para él que tenía Verdad, Destino y propósito, solamente acababa de empezar.
Habían tres cosas interesantes que el Corregidor no fallaba en contarle a la gente acerca de Rauro. Primero les decía que era un Hijo de la Ciudad, que era la forma bonita de llamarle bastardo sin apellido. Luego les contaba cómo lo había acogido, escogiéndolo de entre decenas de niños que vivían en el Hogar de la Piedad, más atrás del Templo de Kalinaj, el único sitio que acogía a los huérfanos. Terminaba su presentación con la narración exhaustiva (lo que en realidad significaba adornada y poco fiel a los hechos reales) de cómo él sólo, con la única ayuda de su ejemplo y el empuje de sus palabras de tutor, había escalado en el ejército de la ciudad hasta convertirse en un flamante Lugarteniente de Caballería. Luego se olvidaba de él toda la noche, porque habían temas más importantes qué tratar, así fueran quejas sobre la falta de recato de las mujeres jóvenes o la creciente presencia de unas plantas extrañas en las inmediaciones del Bruina, de frutos rojos y duros como rubíes, incomestibles a no ser que se tuviera por delante unas buenas dos horas para tratar de penetrar su cascarón. Todo era más importante cuando había terminado de hablar de cómo le había ayudado, de cómo era un hombre bueno y de cómo su ejército estaba hecho de hombres valerosos, que se ganaban sus cosas por méritos y no por el auspicio de ningún apellido.
Aquella era una verdad a medias, como todas las que componían la vida de Rauro, como ese sable que simulaba ser oro, engastado de perlas a modo de adorno porque eran baratas y habían a raudales, pero se veían bien. Ese sable, ese sable sí que lo resumía todo bien. Era una espada sin filo, porque él no sabía empuñar otra; de adorno, porque si hubiera tenido que defender la propia vida, habría recurrido a los puños, aunque ni siquiera eso podía hacer bien.