"Dile a mi padre que del desierto no se vuelve. Dile a mi madre que ni un río de lágrimas muestra el camino. Diles que tengo los ojos bien abiertos. Que mis párpados yacen en la tumba que cavaron y es lo único de mí que podrán encontrar" -Fragmento de "Sin Retorno" canción Cimarí.
El fugaz silbido de la flecha marcaría el compás de los eventos y a Kelsen una realidad bien conocida lo asaltó de repente. La verdad evidente de que las cosas nunca salían igual a lo planeado era un hecho que siempre encontraba espacio para sorprenderle aún después de haber visto decenas de sus planes fracasar.
La flecha se disparó bien. Las arbalestas eran armas mecánicas que hasta un tonto con tres dedos en cada mano podía usar medianamente bien. Por eso las había elegido. El proyectil dio en el blanco. En el blanco manto del Verdugo de Nueva Orión. Fue un disparo fácil, como él había previsto. Un tiro limpio y directo al corazón. Al corazón del clérigo y de la nación.
La reacción de la multitud también fue la esperada. Los nobles que no se quedaron atónitos siguiendo con la vista el camino del verdugo hacia el suelo se refugiaron como pudieron, detrás de las sillas o de la tarima, detrás de los cuerpos acorazados de los guardias, detrás de sus escoltas personales, que se abrieron camino entre la agitación con los escudos prestos para darles cobijo. Para entonces, la gente corría y se empujaba, tropezándose con las prisas y dando contra el suelo de piedra, para luego levantarse y volver a correr y a empujar.
Entonces el sonido de la segunda flecha cortó el aire, pero para entonces ya no había un plan que seguir.
. . .
Dos segundos después del disparo, Kelsen miró como Chiribita hacía una centella del filo plateado de su cuchillo. Secas, fugaces. Dos estocadas al cuerpo de Bornos, el anunciador de la arena y el único testigo de los perversos comportamientos de Lord Erskine.
Trino, que debía ser el que parara su feroz acometida, apartó a un grupo de mujeres elegantes y desenfundó el filo ancho y recto de un bracamarte, una brutal arma del Continente que le venía perfecta a sus manos enormes de dedos como ramas de árboles. El hombre miró a Kelsen con una tranquilidad parsimoniosa, mientras el Pargo caía bajo la hoja asesina de su mujer.
Kelsen sacó el puñal por tener algo qué hacer mientras pensaba. Retrocedió.
Como había planeado, la mayoría de los guardias habían salido en persecución de los condenados a muerte, que habían aprovechado el escándalo para tratar de poner tierra entre ellos, el hacha y el tocón. Los demás, se preocupaban por evacuar a los nobles señores. Una flecha fue a parar a los pies del enorme Trino, frenando su avance por un instante. Eso al menos probaba que el ballestero que tenía a la espalda todavía estaba de su lado. Aunque, igual que él, confundido.
Luego escuchó su aullido.
Eso y el sonido inconfundible de un cuerpo destrozándose contra las piedras desde lo alto le confirmaron que se había quedado solo.
Apretó los dientes.
-¿A quién sirven? -exclamó, recordando la pregunta que Cardaron Colin había expresado en una situación similar, planteada en la tragedia escrita por un famoso autor cuyo nombre se le olvidó a causa de la turbación.
La llamada Chiribita borró una rápida sonrisa del rostro, y continuó avanzando despacio mientras él retrocedía. La multitud ya se había dispersado casi en su totalidad y los pocos que quedaban no prestaban atención.
-Nuestra empleadora manda a decir que vives por favor del Forastero. Aún tienes una forma de servir a la causa.
No dejó de avanzar, ni ella ni el isleño. Él tampoco paró de retroceder.
-Sin embargo puedes servir sin una mano, sin un pie o sin un ojo -Trino habló con una voz que penetraba los oídos.
-Pero ella te deja conservarlos como gesto de buena voluntad.
-¡Una buena voluntad con la que espera que seas recíproco, moruk! -gritó una voz desde la posición que tenía que tomar el segundo arbalestero-. ¡Ahí te va un incentivo!
Y la tercera flecha de la tarde se disparó.
. . .
Por un momento todo había sido nada. La cómoda nada de la inconsciencia de los muertos y de los dormidos. Luego había venido el dolor y la asfixia, que lo ocuparon todo durante unos segundos que supieron a siglos. Entonces, poco a poco, apareció un chorro de luz y unas voces que le confirmaron que no se había quedado sordo. Las oía a la distancia. Amortiguadas por la montaña que se le había venido encima.
Luego vino la luz y el sonido, el bramido. Y deseó otro momento bajo su accidentada sepultura porque al menos ahí abajo no se escuchaba el viento. A ese incesante viajero del desierto.
Un hombre de Cimar no vivía mucho tiempo en el desierto. Habían aprendido desde niños a huir de las corrientes agitadas porque eran a donde iban a parar las almas atormentadas de los malos hombres.
Ehogan llevaba mucho tiempo yendo al desierto, pero el sonido del viento no dejaba de molestarle. Era parte de su maldición. Debía acompañar a los Navegantes, unos hombres un poco menos supersticiosos que se aventuraban a recorrer la nada del desierto en sus navíos en busca de tesoros, aventuras y sal. La sal del desierto se vendía bien. Las leyendas amenizaban el ambiente de taberna y de los ocasionales tesoros antiguos que daban las ruinas también se podía vivir.