Liliane no quería ir al colegio. Al carajo que faltara por segundo día consecutivo, podía justificarlo con un certificado médico falso. Lo importante era permanecer en el cuarto de hospital donde estaba internada su madre desde ayer, por lo de aquel penoso incidente que deseaba mejor echarlo al sumidero del olvido. Los doctores le habían comentado que Soledad había perdido mucha sangre, que faltó poco para que estirara la pata, pero que serían suficiente las vendas, los sueros y un par de semanas de descanso para que se recuperara completamente. Aquello no le bastó para recuperar la tranquilidad absoluta (no estaría convencida hasta verla abrir los ojos y conversar), aunque fue suficiente para aliviar los estragos de la tensión acumulada en su cuerpo las últimas veinticuatro horas.
Solo se escapó un par de veces de la habitación: unas para correr urgentemente al baño y otras para alimentarse y beber algo. Incluso la noche anterior se había quedado a dormir allí, a pesar de los condicionamientos de las enfermeras y de su padre, que la obligaron a descansar cómodamente en casa. Al final únicamente bastó una cómoda almohada de algodón que tomó prestada de una cama vacía, las piernas musculosas de Enrique y la chaqueta térmica de Soledad para padecer un sueño ligero y poco reparador.
— Deberías ir a casa a cambiarte... —susurró su padre apenas la vio despertarse, cerca de las cuatro de la madrugada—. No me parece correcto que faltes otra vez a clases.
Y aunque Liliane no estuviese de acuerdo, la palabra de papá era sagrada. Quizás con Soledad existía espacio para negociar, pero con él era todo o nada. No se trataba únicamente de una relación recompensa–castigo, era respeto. Un respeto que se lo había ganado estos años con sobra de merecimientos y que debía ser correspondido de igual manera. Enrique jamás le había levantado la voz, peor aún la mano, para lastimarla. Y ella obedecía a rajatabla cualquiera de sus indicaciones (por más ridículas que éstas sean), sin presentar reclamo alguno.
— Ten... —dijo Enrique extendiéndole un billete de diez dólares impecable (como si recién hubiese salido de la imprenta), mientras ella recogía algunas de sus pertenencias y se acomodaba una cálida chaqueta—. Toma un taxi a casa y desayuna algo en el cole. Lo que quieras. No tienes que devolverme el cambio.
Liliane agarra el billete con vacilación y permite que su padre la acompañe hasta la estación de taxis. Una vez allá, recibió un abrazo tan cálido, fuerte, acogedor y cariñoso, que no pudo evitar que se le escaparan unas cuántas lágrimas de desahogo.
— No, no mi niña, no llores... Todo estará bien. Mamá se recuperará pronto, ya lo verás. Ella está en buenas manos.
— Sí, sí, lo sé, pero... ¿Y tu trabajo?
— No te preocupes. Me concedieron permiso por el resto de la semana, así que...
— Lo siento tanto...
Liliane vuelve a quedar atrapada en un eterno abrazo con su padre y no se atreve a subir al taxi que está esperando el abordaje.
— Gracias por no abandonarnos...
Su padre sonríe con timidez y le regala un beso en la frente. Sabe que lo ha golpeado donde más le duele, pero también que su fortaleza supera los límites de lo humanamente posible. Él jamás las dejaría a la deriva, a pesar de la pesadilla en la que se había convertido su matrimonio, porque ambas constituían lo más importante de su vida desde el momento que decidió formar una familia. Aunque si le daban a elegir entre quedarse con una, indudablemente se decantaría por ella: Lili, la nena, la consentida, la reina de la casa.
Se sube al taxi arrastrando los pies y baja el vidrio de la ventana. Siente que la brisa helada impacta su rostro causándole cosquillas, y se despide con una sonrisa fingida antes que el vehículo emprenda la marcha.
— ¡Cuídate y cuida a mamá, por favor! —susurra para sí misma mientras activa el mecanismo de la ventana y cierra los ojos—.
Editado: 04.12.2019