El cuaderno reposa tranquilamente sobre la mesita de noche. Liliane no deja de observarlo y reflexionar si todo lo que está viviendo forma parte de la realidad o de un universo alternativo creado a partir de su muerte. Las sensaciones, texturas y situaciones parecen las mismas, sin embargo, percibe algo diferente, algo peculiar. Por primera vez en sus dieciséis años de vida repara sobre el supuesto control que tiene con respecto a los hilos que forjan su destino. Es consciente de que gracias al efecto sobrenatural o mágico que contiene el artefacto que recibió como regalo de aquel tipo misterioso, podía disponer de cuanto capricho se le antoje o cuanta vanidad le plazca.
De camino al hospital, de hecho, ya había enumerado en su bloc de notas mental todas las posibles combinaciones de deseos que anhelaba materializar inmediatamente, aunque todavía no confiase en la efectividad real del cuaderno (que quizás funcionó debido a que su creador estaba manipulándolo de cerca en ese momento).
En primer instancia estaba su madre. Solo de imaginar que podía traer de vuelta a la mujer intrépida, bondadosa y risueña que marcó el camino de su infancia, provocó que quebrara en llanto. Muy lejos quedaron aquellas tardes en el parque, los tres tomando helado, jugando, riendo. Su padre arrojándola a los cielos y atrapándola en la caída, para que no se lastimara, mientras Soledad tendía un extenso mantel estampado de coloridas flores sobre la hierba y preparaba el sándwich de jamón y queso que tanto adoraba. Como Enrique era más chapado a la antigua detestaba la comida chatarra, así que para ellos su madre solía llevar consigo un delicioso caldo de verduras con su respectiva porción de arroz con pollo, cerdo o res. Recuerda con tristeza que la última vez que pasearon juntos fue hace más de ocho años y que jamás se animaron a repetir la experiencia producto de los primeros síntomas asociados con aquella enfermedad crónica adquirida por Soledad, llamada “la congregación”.
— ¿Segura que deseas quedarte? —preguntó un Enrique pálido, producto de la falta de sueño y alimentación debidas—. El médico me ha dicho que no es preciso que la vigilemos atentamente...
— Lo sé, pero me apetece estar a solas un rato con ella. Ya sabes, cosas de mujeres...
— Claro... Entonces paso por ti a las diez, ¿de acuerdo?
— De acuerdo...
Su padre entonces se levanta de un brinco, toma la chaqueta del perchero y se despide obsequiándole un beso en la frente. Se acerca a la cama de Soledad y aprieta su mano, mientras intenta dibujar en su rostro una tímida sonrisa, que se apaga instantáneamente. Liliane cierra la puerta de la habitación mientras ve a Enrique doblar el pasillo y empieza a llorar desconsoladamente. Se acerca a un costado de la cama y pide perdón a Soledad por su actitud y comportamiento inadecuados, justificándose que es producto de la edad y los cambios hormonales. También se atreve a reprocharle por haberlos descuidado los últimos años, por los maltratos psicológicos y físicos recibidos y por convertirse en la persona que no debía ser. Quería gritar y pedirle que se despierte, que las heridas cicatrizaran y desparecieran por arte de magia, que volviera a convertirse en la madre, mujer y amiga de su infancia. Pero las cosas no funcionaban de esa manera. Existían ciertas reglas. Un guión escrito que seguir.
Afortunadamente, ella era poseedora de un objeto mágico capaz de manipular el espacio y el tiempo a su antojo con solo agarrar un bolígrafo y escribir sobre él. Volvería a estar disponible después de la medianoche, así que prometió que a la mañana siguiente sería el amanecer de una nueva vida. Juntas. Juntos.
— Tú debes ser Liliane... —se escuchó una voz femenina a sus espaldas, de repente—.
Liliane se gira sobresaltada y observa a una hermosa muchacha de cabello rubio y ojos azules parada cerca de la puerta de entrada, acomodándose su bata blanca. Rápidamente se seca las mejillas con la manga del suéter y disimula. Por la juventud contenida en su piel y el brillo de sus pupilas oceánicas intuyó que no podía ser una médico. Seguramente era una pasante. Y una pasante con enormes atributos físicos, por cierto.
— ¿Quién te lo ha dicho, mi padre?
— ¡Exacto! Desde que Soledad fue internada aquí, ambos hemos cuidado diligentemente de ella.
— Tú debes ser su enfermera personal, entonces...
— Así es. Me llamo Deborah...
La joven le regala una sonrisa reluciente y camina parsimoniosa en dirección a la cama. Revisa los aparatos que están conectados en los brazos, boca y nariz de su madre y se cerciora que todo este bajo control. Lo está, porque apenas y limpia su rostro con alcohol y una toallita húmeda, mientras acomoda las sábanas.
— Tú padre es un tipo admirable, sabes. Preocuparse así por su esposa en estos tiempos que todo es superficial...
Editado: 04.12.2019