A una semana de las elecciones en el instituto, el mundo de Liliane se había derrumbado. Todo por culpa de Enrique, quien desde que fue descubierto en infidelidad, sacó los trapos al sol de una familia donde supuestamente reinaba el equilibrio y la normalidad.
— ¿En serio Enrique? ¿Deborah? ¡Ella podría ser tu hija, mi hermana mayor! —añadió Liliane llorando de coraje, al encararlo, dos días después de haberlo descubierto en el parque—.
— Sé que no es excusa... —señaló Enrique con serenidad excepcional, restregándose el rostro con las manos—. Pero...
— Pero qué... ¿Qué?
— Liliane, hija, déjame continuar. Por favor...
— ¡Por favor! Acabas de destruir a la familia...
— Esta familia comenzó a destruirse desde el día en que Soledad decidió unirse a ese maldito grupo de psicópatas...
— Pudiste evitarlo.
— ¿Piensas que no hice todo lo humanamente posible?
— No. Sino no estuviéramos aquí...
— ¿Quieres saber lo que hace tu madre cuando tú y yo no estamos en casa? —añadió Enrique de pronto, arrojando sobre la mesa del comedor varias fotografías—. Compruébalo por ti misma. ¿Podrías haberlo evitado?
Las fotografías eran contundentes: Soledad recibiendo en la sala de estar a varios tipos extraños. Muchos de ellos llevaban trajes oscuros y corbatas, con maletines prendidos en sus manos y sonrisas macabras esbozadas en el rostro. En todos esos encuentros, Soledad vestía algo despampanante: si no era un escote muy atrevido, lo era un vestido demasiado corto, que dejaba al descubierto la piel sobre sus rodillas. Algunas mostraban a Soledad en posturas ciertamente incómodas para una mujer, que podrían ser entendidas como incitaciones de carácter sexual para los hombres.
— ¿De dónde sacaste esto?
— No importa... —dijo Enrique dándole la espalda—.
— ¿Desde cuándo lo sabes?
Enrique no respondió.
— ¿Desde cuándo? —Liliane agarró a su padre del brazo, quien se giró rápidamente y la miró fijamente a los ojos—.
— Desde su recuperación en el hospital. No sé por qué... no sé cómo... Pero yo ya me había resignado.
— ¿Ibas a permitir que muriera?
Enrique dejó caer una lágrima.
— No podía seguir soportándolo. Esto... la situación... ¡Me estaba volviendo loco! ¿No lo entiendes? Solo quería protegerte, protegernos... ¡Tiene una enfermedad mental!
Liliane abofeteó a su padre con tal coraje, que casi lo derribó. La huella de su mano quedó impregnada en aquella mejilla, pero él ni siquiera supo inmutarse.
— ¡Y se te ocurrió la maravillosa idea de engañarle para solucionar las cosas!
— No es tan simple. Deborah y yo ya nos habíamos conocido...
Liliane prestó atención al resto de la historia, detenidamente.
Resulta que Enrique y Deborah eran pareja incluso antes de que Soledad cayera internada en el hospital, pero lo mantenían en absoluto secretismo por obvias razones. Una vez la bomba estalló y Soledad se obligó a autoinfligirse, Enrique comprendió que la vida de su esposa había perdido sentido y que lo mejor sería ayudarla a redimirse para que pudiera por fin descansar en paz. Disimuladamente, por supuesto.
Fue cuando Deborah entró en acción, entonces.
— ¿Accediste a su consejo? ¿Iban a asesinarla lentamente?
— Pequeñas dosis de veneno mortal inyectados por vía intravenosa... ese era el plan —Enrique suspira, abatido—. Tres días iban a ser suficientes, pero entonces interviniste tú y...
— Lo arruiné todo, ¿verdad?
Un silencio absoluto y aterrador se escuchó en ese momento.
— Tenía pensado pedirle el divorcio, de todos modos.
— Pero decidiste posponerlo porque notaste un cambio en ella. Porque recuperó la juventud y la alegría de cuando eran adolescentes, enamorados.
— La conozco desde que tenía quince años, la amé desde el primer instante. Fuimos enamorados por seis años, nos casamos, salimos adelante con trabajo y te tuvimos. ¿Crees que eso se olvida de un día para el otro?
Editado: 04.12.2019