El cuarto de las penas

11. Presentaciones

San Carlos de Bariloche. 1950

 

Pierre oía desde su habitación el cuchicheo entre su tía y la enfermera. Por la ubicación de la cama y la puerta, no podía alcanzar a verlas. Se preguntaba qué dirían. Su tía había puesto un disco con El lago de los cisnes de Piotr Tchaikovsky con el único fin de ocultar la primera aproximación de Alizée a su familia.

—Hola, Pierre. ¿Puedo llamarte así? Siento que ya te conozco.

—Alizée. Has venido.

La sonrisa de Pierre se dibujó rápidamente y se mantuvo allí, mientras le brillaban los ojos que parecían llorar.

—¿Cómo te sientes hoy? Has descansado bastante. Mi abuela te envía un guiso para que te recuperes.

—Muchas gracias a tu señora abuela. ¿Está bien que nos tuteemos?

—Oh, claro. No lo pregunté. Yo creo que sí. Te he visto dormir tanto como tu tía Helga.

—Sí, te creo.

Entonces cayó un silencio entre los dos. Se miraban. Alizée tenía una trenza larga de color castaño. Su piel blanca contrastaba con sus ojos oscuros. Pierre tenía cabellos castaños claros. La luz que se colaba por la ventana los hacía brillar y así parecían rubios. Sus ojos celestes seguían brillantes. Alicé descubrió que no era por llanto sino por el efecto de su claridad.

—Entonces, ¿puedo preguntar cuántos años tiene esta Alicia en el País de las Maravillas?

Alicé se sentaba con las manos en el regazo. Jugaba con el ruedo de su pollera a cuadros.

—Tengo diecisiete años. ¿Y tú?

—Veintiocho años. Hace dos años que estoy aquí y nunca te he cruzado, aun viviendo tan cerca. ¿Cómo puede ser posible?

—Oh, yo estuve un tiempo medio pupila en el colegio de las Hermanas de María Auxiliadora. Allí aprendí cómo ser enfermera.

—Ah, claro. ¿Y le gusta serlo?

—Es muy satisfactorio cuidar de otras personas. La gente confía mucho en quien tiene el delantal, y eso hay que valorarlo. Nos ven y esperan que tengamos la solución a sus dolencias. Hay que saber estar a la altura. A mí me falta mucho todavía, pero espero llegar a ser una muy buena enfermera. Es más, si Dios quiere, seré comadrona un día.

—Vaya, tienes grandes planes para ser tan joven.

Pierre sonrió de lado. Esa muchacha era casi una niña pero ya tenía la cabeza bien plantada. La miró como miró en otro momento otros muchachos: seguros, listos, a la espera, en batalla. Jóvenes de su edad habían muerto acribillados en la guerra europea mientras en esa parte del mundo llamada Argentina, una muchacha se preparaba para traer vida al mundo.

—¿Y tú? ¿Qué hacías en Francia?

La pregunta esperada había sido formulada. Con Helga habían practicado para este momento (y otros parecidos) muchas veces.

—En Francia, yo trabajaba en el campo. La guerra alcanzó muchos sitios, pero no el pueblo donde yo vivía. Allí solo vivimos el hambre. Teníamos que trabajar para entregar nuestra comida al ejército. Primero al francés, luego al alemán.

—¿Y no te reclutaron para el frente?

Preguntó inesperadamente Alicé. Tenía ideas de la guerra pero en sí, no la conocía de nada. Ella había crecido mimada y cuidada de las miserias del mundo exterior en una colonia alemana perfecta.

—No. Yo era el único hombre en mi familia; llevarme hubiera equivalido a condenarlos a morir de hambre.

Alicé supuso que ya eran suficientes preguntas para ser la primera charla. Sin embargo, se quedó con la duda de qué había pasado con su familia de mujeres.

—Al final, ellas murieron. Mi madre y mis dos hermanas. De frío. Mi tía me buscó y me encontró, medio muerto de hambre. Mi granero había sido incendiado por unos soldados ebrios. Tengo una cicatriz que me recuerda que no pude salvar nada. La guerra se lleva todo. No deberías confiar nunca en alguien que empuñe un arma. Aunque supongo que aquí, todos son cazadores.

Pierre terminó de contar la historia así no quedaban cabos sueltos.

—Menos tú, que te has herido a ti mismo en plena salida de caza. Hablando de eso, debo mirar tu herida y quizás cambiar la venda. ¿Te molesta?

El rumbo de la conversación versó hacia historias de hospital, heridos, enfermos, abuelitos que solo iban a hacerse un chequeo para tener con quien hablar.

—Claro que sí. Es parte del trabajo y el carácter de una enfermera reconocer un síntoma. Y la soledad a veces es uno de los peores síntomas, pueden llevar a enfermar de tristeza.

Mientras hablaba, Alicé movía las manos por el vendaje de Pierre.

—Y mi diagnóstico, señorita Alizée, ¿cuál es?

—Que usted está sobremimado por su tía. Ja, ja, ja.

Ambos jóvenes se rieron ante la ocurrencia de ella. Sin embargo, no estaba equivocada. Más tarde, cuando Alizée se hubo ido a trabajar, Helga cruzó la puerta de la habitación de Pierre. Estaba llorando.

—Mama, ¿por qué lloras?

Pierre se incorporó sobre la almohada, sobre el brazo bueno.

—Hoy has reído mucho, sohn[1]. Hacía tanto que no te oía hacerlo. La guerra nos quitó tanto…

 Madre e hijo se abrazaron. Así estaban cuando entró Albert, dass vater[2]

 

[1] Sohn: voz alemana. Hijo.

[2] Dass vater: voz alemana. El padre.



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En el texto hay: historia, amor

Editado: 25.01.2023

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