El cuerpo del hijo

3

La negativa de Dinorah lo descolocó. No había esperado esa respuesta de quien se suponía, había sido la mejor amiga de su mujer. Sí, tal vez, esperaba tener que argumentar para convencerla, y había practicado el discurso mientras pedaleaba su bicicleta, rumbo al trabajo; pero ese «no»  tan rotundo, sin oportunidad de réplica, no, definitivamente, no se lo esperaba. Y le resultaba extraño. Dinorah le había dicho que ya no vivía más en Rosario, que se había trasladado a Buenos Aires hacía unos cuantos meses. «¡Qué bueno!», le había expresado él con alegría. Pero ella no había querido decirle más, ni dónde se encontraba ni con quién. Buenos Aires es enorme, ni siquiera le había contado si residía en Capital o en Provincia. Era raro, pero se había ocupado de dejarle claro que no podía asistir a María ni trabajar con ellos. Le había entristecido su actitud tan seca. Le había sonado parca, torva, como si desconociera a su mujer, con quien había compartido tantas cosas durante tanto tiempo. Se alegró entonces de no haber mencionado a su esposa la intención de llamarla. ¿Sabría que su amiga se había mudado? ¿Que había cambiado tanto? ¿Qué situaciones habría vivido Dinorah para comportarse ahora de esa forma? ¿Estaría en problemas? Decidió que una vez nacido Beltrán, le contaría todo a María. Tenía derecho a saberlo. Y a intentar hablar con Dinorah, si lo consideraba plausible.

Apenas llegó a su trabajo, dejó la bicicleta en el estacionamiento y envió un mensaje a su mujer.

«Hola, pancita, ya llegué. ¿Todo bien por allá?»

La muchacha demoró en contestar y eso lo puso nervioso. Se suponía que cuando estaba sola, llevaría el celular a todas partes, hasta cuando iba al baño. Estaba atando los cordones de sus zapatos negros en el vestuario, cuando el sonido del teléfono le indicó que había ingresado un mensaje.

«Sí, estamos bien. Sufriendo por el gasto de luz jajajaja! ¡Te olvidaste la luz de la habitación de Beltri encendida!» 

Lorenzo repasó mentalmente los acontecimientos de esa mañana, antes de salir de su casa. ¡Si la lamparita se había quemado! ¡No había sido solo un chispazo sin importancia! ¡Había intentado volver a encenderla y nada! ¡Se había quemado! Sin pensarlo más, buscó en su escueto listado el número de Yaco y tecleó.

«Necesito que tu hermano revise el cableado de mi  casa. Es urgente.»

Miró unos segundos el aparato. La no respuesta inmediata lo exasperó, pero no podía pedir tanto. Yaco estaba de vacaciones, bastante si lo atendía. Tiró el celular dentro de la mochila, se ajustó la pajarita frente al espejo y caminó hasta el salón. Tenía por delante un largo y tedioso día. Aunque estaba lejos de imaginar cuánto.

 

Se notificó de la respuesta de su compañero recién al mediodía, cuando pudo hacer un alto para ir al baño.  

«¿A qué hora salís? Así mi hermano te pasa a buscar y van juntos a tu casa.»

«A las cuatro.»

Listo. Ya tenía algo solucionado, o en vías de solucionarse. 

María también le había enviado mensajes. Dos.

«Voy con Raquel y Pancho al hospital, creo que ya va a nacer.» 

Su corazón dio un vuelco y tuvo que sentarse para abrir el siguiente mensaje, con un temblor incontrolable en las manos.

«Falsa alarma», decía, había sido enviado media hora después, con un risueño emoticón al final, como para quitarle drama.  Abrió la boca para tragar el aire que se le había extinguido de los pulmones.

«¿Estás bien? ¿Estás en casa?»  —Envió, con el corazón todavía saltándole dentro, como un poseso.

«Sí» —contestó enseguida la chica—. «Estoy con los vecinos. Tranquilo.»

Lorenzo recostó la espalda contra la pared, un mareo repentino le aflojó las piernas. Miró la hora, faltaban dos para terminar su horario. El local estaba atestado de gente, no podía perder más tiempo. Fue hasta la sala de empleados y  se metió  en el baño, se enjuagó la cara, mojó su pelo, lo peinó hacia atrás y volvió a acomodar la gomita con que lo ataba. Tenía ganas de llorar.

—¡Lore! —la voz de su compañera desde atrás de la puerta lo sobresaltó— ¿Estás ahí?

—¡Ya salgo!

—¡Es tu mujer! ¡Está en trabajo de parto, tenés que irte!

¿Qué? ¿Como que...? ¡Pero si  acababa de hablar con ella!

Abrió la puerta como un desquiciado. 

—¡Le faltan seis semanas! ¿Dónde está?

—Avisó tu vecina que está bien, pero se la están llevando en una ambulancia al hospital.

Ni siquiera se cambió. Decidió dejar la bicicleta en el estacionamiento del restaurante y corrió a buscar un taxi. ¿Qué había pasado? ¡Si le había dicho que era falsa alarma un segundo atrás! Envió otro mensaje preguntando cómo estaba. Nadie respondió. Accionó la tecla de llamado.

«Su saldo es insuficiente para realizar esta llamada.»

¡Dios!

El estómago se le revolvió en cada semáforo que había que detenerse. Si al menos hubiera coincidido en el turno con Yaco o con Manuel, podría estar hablando con alguien. Tendría alguien que le asegurara que todo estaría bien, aunque no lo supieran en realidad. Pero estaban los dos de vacaciones. Manuel en las sierras cordobesas y Yaco en La Plata. ¡El hermano! —Palpó su frente transpirada y fría—. ¡Iría a buscarlo por lo de los cables y él no estaría! Tecleó rápido un mensaje para que le avisara. Y otro a su esposa; con suerte el saldo alcanzaría para ambos y al segundo, tal vez lo vieran Raquel o Pancho. Rezaba porque alguno de los dos hubiera podido acompañar a María en la ambulancia. 

Nadie contestó.

No supo cuánto dinero le dio al taxista, pero a juzgar por la sonrisa del hombre, seguro le había dado de más. Que le aproveche. No podía detenerse en tonterías. Entró corriendo al nosocomio y preguntó en recepción. Le pidieron documento, nombre completo de la esposa. ¿Se había atendido el embarazo allí? ¿Con qué doctor? 




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