El cuerpo del hijo

12

Como estaba previsto, María tomó un taxi hasta su casa y Lorenzo un colectivo al restaurante. Nada más podían hacer en el hospital, Carina López se encargó de asegurarles que ella misma averiguaría en los archivos de qué manera había sido registrada la historia clínica del nacimiento de Beltrán. Habían sacado fotocopias de todos los papeles que tenían y se los habían dejado a la galena.

María sentía un tumulto en las entrañas que apenas la dejaba respirar, le dolía el vientre; no le había comentado nada a su esposo para no generarle más desasosiego. También por él sentía temor; había regresado opaco de la nursery, como si el haber ido a ese lugar, le hubiera agregado diez años más a su enjuto rostro desvaído. Pero su negrito era fuerte. Ella hubiera regresado peor si hubiera visto a aquellos niños. A pesar de eso, le preocupaba. Lo había notado diferente, temeroso, frágil. 

Ya no llovía.  No a cántaros, al menos. Una ligera llovizna de tanto en tanto parecía levantar aún más la temperatura de esa tórrida semana, preludio de la navidad y el año nuevo, fiestas que la ahogaban de solo pensarlo. Fiestas que pasarían solos. O con los Ochoa, si sus vecinos aceptaban unirse a ellos.

Al bajar del auto, justamente vio la camioneta de Pancho, estacionada en la puerta de la casa, pensó en ir a saludarlos pero cambió de idea apenas sintió que las gotas de llovizna comenzaban a engrosarse. Entró con pasos rápidos y cerró la puerta, dejando la llave colgando de la cerradura. Levantó apenas la cabeza, extendió la mano como para accionar la perilla de la luz y entonces el aire se le escapó por completo de los pulmones. Allí estaba. Justo frente a ella, entre la penumbra que resultaba de la persiana semi cerrada y la luz natural que caía desde la cocina: la sombra; el calvo, con sus ojos vacíos clavados en ella. Era como una mancha dibujada en el aire, nunca la había visto tan nítida, tan definida en sus contornos. Tan oscura y a la vez, tan traslúcida. Tan real.

María sintió su propio cuerpo estremecerse en un espasmo involuntario. Quiso hablar, pero no pudo, un parpadeo inconsciente y la sombra se había ido. Otra vez.

Encendió con suma cautela la luz y,  mirando hacia todos lados, se le ocurrió la idea de hablar en voz alta; intuía  que aún estaba allí. Seguramente la escucharía. 

—La verdad es que no me explico qué querés de mí —reclamó con voz temblorosa. Había leído en alguna parte que no es para nada conveniente hacer enojar a los espíritus—, porque te aparecés así, cada tanto y no me explicás nada, no me hacés saber nada.

Se sentó en el sillón, juntó las manos entre sus rodillas y miró hacia todos lados. Su cuerpo se movía en un vaivén de hamaca, como si estuviera lista para lanzarse a correr. Comenzó a quitarse los zapatos.

—Sé que viviste en esta casa —continuó—. Alguien te asesinó ¿verdad? A vos y a tu familia. —Inspiró con fuerza, intentando llenar sus pulmones, que parecían tan pequeños, mientras todos sus sentidos permanecían atentos a cualquier ruido o movimiento que sucediera alrededor—. ¿Querés que yo averigüe quién fue? O ya lo sabés y querés que me encargue de... no sé... ¿de la venganza? ¿Te acordás de algo? 

El silencio se hizo pesado, denso, como si fuera líquido, costaba respirarlo.

Se levantó con los zapatos en la mano y, no sin cierto resquemor, caminó hacia la escalera. Dudó unos instantes acerca de subir o no. Apretó con la mano derecha la barandilla de madera y se mordió el labio inferior, mirando siempre a todas partes. Tomó aire y empezó a subir despacio, escalón por escalón. 

—¿Sos el anterior dueño de esta casa, o sos aún más anterior? —siguió hablando—. Se le acababa de ocurrir que tal vez podría hacer siglos que el calvo rondaría por allí. Miró el techo de la segunda planta. No. Esa construcción no tenía «siglos de existencia»—. ¿Qué tiene que ver Beltrán en todo esto? Porque tiene que ver ¿no? Si no, no pasaría todo lo que pasa en la  habita...

El timbre de la puerta de calle interrumpió su monólogo, haciéndola saltar en su sitio. 

Shhh.

El aliento helado junto a su cuello la paralizó por un momento en el que no supo si sus pies tocaban el suelo o si se había desmayado. Tragó saliva. Un leve roce, como de telas gruesas, lamió su brazo, erizando cada uno de sus vellos. Supo que seguía consciente porque le dolían los latidos de su corazón, que también quería salir corriendo de esa pesadilla. Se tomó el pecho y respiró agitadamente unos segundos. El timbre volvió a sonar.

—¿Quien es? —intentó gritar, pero el sonido que emitió fue delgado, sin volumen. Carraspeó.

—¡¿Quién es?! —La segunda vez sonó a chillido histérico.

—¡Soy yo, Raquel!  —La voz de la vecina se escuchaba lejana, detrás de la madera de la puerta cerrada.

Shhhh.

Tiró los zapatos dentro de su dormitorio y bajó casi corriendo los escalones. Enorme fue su sorpresa al darse cuenta que las llaves que había dejado en la cerradura, ya no estaban allí. Y la luz ya no estaba encendida. Jadeó con nerviosismo buscando con la mirada su manojo de llaves. Respiraba fuerte, como para convencerse de que aún estaba cuerda, que estaba allí, en su casa,  buscando las llaves.

—¡María! —Raquel golpeaba ahora la madera con la mano abierta.

—¡Sí, sí, esperame, Raque, que no encuentro las llaves! ¿Dónde las puse? ¡¿Dios?!  ¡¿Dónde las puse?! 

Shhhh.

Revisó su pequeña mochila violeta que había tirado en el sillón al llegar. No estaban allí tampoco. Miró sobre el mueble, en el piso, corrió a la cocina, tampoco estaban sobre la mesa, ni en la mesada. 

¡Hubiera jurado que las dejé en la puerta!

—Bueno, Mery, no te preocupes —dijo la  vecina al cabo de unos  momentos—,   yo tengo que irme ahora. Quería saber si estabas bien. ¿Estás bien?

—¡Sí, sí, Raque... pero.. es que no entiendo..! 




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