Tuvo que aferrarse al tronco del viejo árbol y en sus sobresalientes raíces, vomitó. Una sensación extraña la había invadido, mezcla de miedo, angustia y desolación. Allí estaba, perfectamente delineado por un contorno sutil de césped apenas más hundido que el resto, un rectángulo que se extendía casi hasta el muro que separaba su casa de la colindante.
Un sitio sobre el que había estado una y mil veces, sobre el que había dispuesto un coqueto cantero de flores amarillas y violetas y en el que también descansaba la mesa de hierro con sus dos sillones, que Lorenzo había pintado para sentarse en las noches calurosas a tomar una cerveza o en algunas tardes cansadas, con el mate y los bizcochitos, y que poco venían usando debido al mal clima.
¿Cómo es que no se habían dado cuenta antes que había habido allí una piscina? ¿Cómo no habían notado ese contorno? ¡Si desde esa altura se veía clarísimo!
Se metió corriendo dentro de la casa y fue hasta el baño de la planta baja a enjuagarse la cara, las manos y, sobre todo la boca, llena de ese regusto amargo que queda después de haber desagotado por ese ducto, el contenido del estómago. Mientras cepillaba con ahínco sus dientes creyó ver, a través del espejo, un ligero movimiento en la sala. Se apresuró y salió del sanitario; y quedó de pie junto a la puerta, observando. No vio nada fuera de lugar.
En la cocina se sirvió un vaso con agua fresca y tras haber bebido algunos sorbos, se lo llevó con ella y lo apoyó sobre la mesa al lado de la laptop, a la que abrió con cuidado y encendió; sin dejar de estar atenta a sus alrededores. Sabía que el calvo estaba allí, observándola. Podía casi hasta sentir el sonido sibilante cerca suyo, aunque no pudiera precisar con exactitud en dónde estaba.
Se quedó mirando la pantalla, acercó el anotador donde registraban los números telefónicos y buscó las últimas hojas, que estaban en blanco. Anotó con trazos temblorosos: « Abogado. (Tal vez hijo de Donatti o Colegio de Abogados)». Mordió un instante la punta de la birome y volvió a escribir: «Dueños anteriores de la casa, ¿cómo averiguo quiénes fueron? ¿qué les pasó?», debajo anotó: «Preguntar a Cuevas por la pileta del patio ¿por qué la anularon?».
De pronto abrió los ojos y abrió la boca. Una nueva idea acababa de ocurrírsele y al tiempo que se preguntaba por qué no lo había sugerido Carina López, comenzó a teclear en la máquina.
«Exhumación de cuerpos».
Hacía falta la autorización de un juez, el permiso de un familiar y el aval del médico que se haría cargo de la autopsia. Y, para que un juez lo autorizara, debía presentarse un buen motivo que justificase el hecho.
María apoyó los codos sobre la mesa. Aún sentía el estómago revuelto y le picaba la herida, pasó su mano sobre la ropa como para relajar su vientre. ¿Qué mejor motivo podía haber que la sospecha que el que estaba en la tumba de su hijo no era su hijo? Suspiró. Un juez necesitaría pruebas. Y para probarlo, necesitaba la exhumación de ese cuerpecito. Marcó un círculo con la birome sobre la primer palabra que había escrito: «Abogado».
Giró su cabeza hacia el patio. La piscina. ¿Qué tenía que ver con Beltrán? Estiró su cuerpo hacia atrás como para intentar ver a través de la ventana, situada algo más adelante y hacia su derecha, la casa de los Ochoa. ¿Ellos sabrían algo de los dueños anteriores? ¿Los habrían conocido?
Decidió hacerse un té mientras intentaba ordenar el cúmulo de ideas que bullían dentro de su cabeza. Luego de colocar la pava en el fuego se apoyó en la mesada a esperar que calentara, se agarró la nuca con la mano izquierda. Entonces escuchó un suspiro. Lo escuchó tan claramente que se sobresaltó. Fue como si alguien estuviese en la sala. Caminó despacio hasta allí y sintió pasos subiendo velozmente la escalera, pero no vio a nadie. Abrió la boca y dejó salir el aire con un jadeo lento y pesado. Clavó su mirada tensa en el último escalón que podía ver desde su ubicación. Sabía. Conscientemente sabía que todo estaba en su cabeza. Que no había nadie. Sus ojos se llenaron de lágrimas ante el horror de suponer que realmente estaba enloqueciendo.
Entró de nuevo en la cocina y apagó el fuego. Colocó el saquito de té dentro de una taza y con pulso tembloroso echó el agua, cuidando no quemarse.
El balbuceo de un bebé llegó con sonido nítido, limpio. Y la musiquita del móvil comenzó a sonar, como si nada. Dejó la pava sobre la mesa y caminó hasta la puerta con pasos inseguros, miró la escalera con los brazos apretados en torno a su propio torso. Se quedó al pie, junto a la barandilla, sabiendo que si subía, todo se diluiría. Y necesitaba escuchar a su niño. Una risa infantil, queda, lejana, le invadió el alma, acariciándola con ternura.
—Shhh.
Cerró los ojos; algo la rozó ligeramente en el brazo derecho y sonrió. Allí estaba él, guiándola. Giró sobre sí misma y allí estaba, frente a la computadora. Los sonidos se acallaron con la misma velocidad con que habían aparecido. La pantalla mostraba la portada de un periódico.
Tapó su boca con la mano y se acercó.
«Feroz ataque a un matrimonio», decía el titular. «Un matrimonio de cuarenta y cinco años, él y cuarenta y dos, ella, fueron encontrados muertos dentro de su casa de Barracas. Los cadáveres presentaban muestras de violencia y tortura, con quemaduras de cigarrillo y cortadas por todo el cuerpo. Al hombre le habrían sacado los ojos y a la mujer le faltaban tres dedos de su mano derecha. De acuerdo a los peritos, las víctimas murieron de forma muy lenta y dolorosa. Se cree que el autor podría haber sido el hijo de ambos, de veinticuatro años, en un desesperado intento porque sus padres le cedieran el control de una abultada cuenta bancaria. El muchacho, junto su esposa y el bebé de ambos, se encuentran desaparecidos. La policía ha emitido una alerta de búsqueda y captura por todo nuestro territorio y países limítrofes».
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Editado: 01.12.2022