La noche de navidad fue difícil para el matrimonio. Después del interrogatorio policial, los efectivos les advirtieron que no podrían abandonar la ciudad y les pidieron que se mantuvieran atentos por si lo necesitaban nuevamente.
Lorenzo fue a trabajar a desgano, empujado más bien por su esposa, quien manifestó que iría a pasar la nochebuena con los Ochoa, con los que había hablado un rato antes.
Los vecinos, que se habían acercado a curiosear, se mostraron horrorizados ante los motivos que ocasionaron la presencia policial y se marcharon a su casa sin darle tiempo a consultarles nada. Pero la chica, para tranquilizar a su esposo, le aseguró que había arreglado todo y que no estaría sola durante esa noche.
De todos modos, a Lorenzo no le causó ninguna gracia dejarla. Y su esposa, para qué negarlo, hubiera preferido quedarse con él sin dudas. No era noche para estar separados. Aunque, por otro lado, la chica consideró que sería una buena idea aprovechar la intimidad que les proporcionaría la cena para indagar en los vecinos, acerca del fallecido matrimonio que ocupaba antes su propiedad.
Una vez que Lorenzo se hubo marchado, María miró a su alrededor, dentro de su casa, esperando que la sombra se le apareciese. Había llegado a un punto en el que no podía precisar si tal aparición era real o puras imaginaciones suyas. Y no encontrarse con el espectro hacía tambalear su convicción de cordura.
Pero el espectro no se presentó.
Decidió darse una ducha y, más empujada por la necesidad de información que por las ganas de compartir la nochebuena con otras personas que no fueran su Lorenzo, se calzó un vestido liviano de algodón azul pálido con un ligero vuelo en la falda y unas sandalias negras. Se levantó el cabello en una cola alta y se encaminó a casa de sus vecinos; algo incómoda por no llevar nada que contribuyera con la comida, ni un regalo para el matrimonio. Aunque, pensó, tenía suficientes excusas, y muy válidas, como para haber omitido el detalle.
Inspirando profundamente, tocó el timbre. Estaba nerviosa y le transpiraban las manos. Esos últimos días estaban siendo sumamente difíciles; le costaba comprender y analizar cada cosa que iba sucediendo. Había, entre uno y otro acontecimiento, falta de tiempo para digerir las circunstancias y captar su verdadera dimensión.
Cuando Raquel abrió la puerta y la cerró detrás suyo, recibiéndola en la vereda, entendió que tal vez, no era tan bienvenida como hubiera imaginado.
—¿Cómo estás, María? —preguntó la mujer, nerviosa.
—Ahora, mejor... Vine a... pensé que tal vez podría pasar la nochebuena con ustedes... Lorenzo tuvo que trabajar y...
—¿Y cómo no fuiste con él? —le reprochó la vecina— ¡Un matrimonio tan joven! ¡Después de todo lo que ha sucedido, tienen que estar juntos!
La chica cruzó los brazos, algo intimidada por la reacción de Raquel, que por lo general la recibía con una sonrisa y la invitaba a entrar de inmediato.
—Lo sé, pero es que... Justamente, ¡nos han pasado tantas cosas que no estoy para andar haciendo sociales! Podría haber ido al restaurante, pero, hubiera tenido que sonreír a todos, contestar preguntas... Si estás ocupada, está bien, no te preocupes... No quiero molestarlos.
—No es eso, es que...—Raquel limpió sus manos en el delantal que llevaba puesto y moduló un poco su voz—. Pancho tampoco está bien, por lo de su hermana ¿viste?
—Entiendo. Claro, entre eso y lo de mi bebé... sería una noche horrible ¿verdad? —sonrió débilmente.
Raquel suspiró, viéndola con pena mientras la chica se giraba para regresar a su casa.
—Esperá. Vení, María, quedate con nosotros —la llamó—, pero hay algo que tengo que decirte.—La muchacha la miró con ojos interrogantes—. Hay... hay alguien más con nosotros, alguien que creo que conocés y... bueno. Vení, entrá.
Fue en ese momento donde algún latido de más o de menos, le advirtió que algo no estaba en el sitio que debía estar y que, por lo tanto, tenía que cuidarse. Estrujó los bordes de su vestido con la mano izquierda mientras con la derecha se sostenía del marco de la puerta al subir el único peldaño de la entrada. Avanzó por el pasillo de baldosas blancas y negras y dobló en la cocina, donde Pancho trinchaba un pollo. El hombre levantó la cabeza al verla, tenía los ojos muy abiertos y la mandíbula inferior ligeramente caída. Definitivamente, no había esperado que estuviera allí. Miró a su mujer y otra vez a María.
—Ho-hola —tartamudeó la chica.
Efectivamente había alguien más en la casa. Un bolso negro con herrajes dorados colgaba de una de las sillas. Y una camperita liviana de lúrex.
No eran de Raquel, estaba segura.
—¡No te esperábamos! —exclamó el hombre. No había reproche en su voz. Tampoco alegría. Solo sorpresa.
—Les iba a preguntar; pero con ésto... que vino la policía, no lo hice. No quiero molestarlos.
—Hola —Una voz femenina, que le resultó familiar sonó detrás de Raquel. María se giró y su asombro fue mayúsculo. Sin darse el tiempo para procesar tan rápido el hecho, únicamente atinó a sonreír y, rodeando a la vecina, fue a abrazar a su amiga.
—¡Dinorah! ¿Qué hacés acá?
—¿Cómo estás, Marucha? —La recién llegada la abrazó también, con algo más de fuerza, notando sus omóplatos marcados y flacos. María había perdido mucho peso en muy poco tiempo.
—¿De dónde se conocen ustedes? —preguntó ni bien se separaron, mientras Dinorah le secaba con los pulgares las incipientes lagrimillas de emoción.
—Resulta que Dino trabaja para unos amigos nuestros —explicó Raquel—. Y como ellos se fueron a pasar a las fiestas a....
—Brasil —apuntó rápidamente Dinorah.
La mujer levantó una ceja y frunció los labios para continuar hablando con un movimiento de su cuello que a María se le antojó el de una gallina en búsqueda de granos para comer.
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Editado: 01.12.2022