Cuando María abrió los ojos, sintió un hormigueo en el brazo derecho. Si hubiera sido el izquierdo se habría asustado sobremanera ya que, desde hacía tiempo sostenía que en cualquier momento le daría un infarto. Estaba obsesionada con los latidos de su corazón que, según ella, tenían un ritmo desigual desde que perdiera a Beltrán.
Pero era el adormecimiento era en el derecho. No lo sentía, quiso moverlo y no pudo. Volteó a ver rápidamente y descubrió de inmediato el motivo: la cabeza de Lorenzo se apoyaba pesadamente casi a la altura de su hombro.
Se movió lentamente para no despertarlo. El pobre había trabajado hasta la madrugada. Suerte que don Emilio lo había acercado hasta su domicilio en el automóvil y había transportado también su bicicleta. Por su parte, María había abandonado el hogar de los vecinos a eso de las dos de la mañana. Dinorah la había acompañado hasta la puerta y luego se había subido a un taxi que la llevaría hasta la casa donde trabajaba y vivía, prometiendo volver a verla en esos días.
Bajó la escalera moviendo el brazo dormido, al que debía ayudar con el izquierdo, ya que realmente costaba que le obedeciera. La extremidad estaba fría, parecía muerta y le daba bastante impresión tocarla, no pudo sentir nada en ella durante varios minutos.
Preparó el mate y puso a calentar agua dentro de la pava. Mientras aguardaba, repasó en su cabeza todo lo sucedido la noche anterior, en casa de Raquel y Pancho, de lo cual aún no había podido comentar nada con su esposo.
Su vecina finalmente había accedido a hablar; le había confirmado que sí, que efectivamente habían conocido al matrimonio asesinado: los Sandoval, Benito y Susana; dos personas amorosas, según ella. María había notado que Pancho se había mostrado muy receloso de hablar de ellos. Sin embargo, Raquel le contó que el único hijo del matrimonio y la esposa de éste eran dos chicos despreciables, que les hacían la vida imposible a sus padres. Y aseguró no tener dudas que habían sido ellos quienes habían matado a los pobres Benito y Susana para hacerse con esa fortuna que, al parecer, poseían.
También había notado María, que durante todo el relato, Dinorah se había mantenido atenta y muy seria, de brazos cruzados, recargada en el marco de la puerta.
—¿Ustedes estaban acá cuando pasó? —había preguntado ella.
Raquel había asentido mirando al suelo, con cara de tristeza, las manos unidas a la altura de su estómago, los pies muy juntos y apoyada en el mesón de la cocina.
—Pero nos enteramos recién al día siguiente —había agregado Pancho con voz tibia y la mirada perdida en algún punto indefinido—, nos había llamado la atención porque nos habían invitado a inaugurar la temporada de verano en la pileta, con un asadito. Pero resulta que ni nos llamaron. Tampoco íbamos a estar insistiendo ¿no?
—Pancho los había ayudado, a Benito y al chico, a limpiar la pileta —agregó Raquel.
—Hasta le habíamos dado una mano más de pintura antihongos —añadió su esposo.
—¿Tienen idea por qué la taparon? A la pileta, digo.
—Eso lo debe haber hecho algún pariente de los Sandoval que vino después —dijo Raquel—. El que habrá vendido la casa, supongo. No tengo idea por qué la taparon. Nosotros nos enteramos que la pileta ya no estaba recién cuando vinieron ustedes. La policía estuvo días y días buscando a la parejita pero ni rastros de ellos. Mataron a los viejos y se fueron bien lejos.
María los había observado atentamente, ninguno de los dos la había mirado a los ojos en todo el relato. Seguramente les duele demasiado, pensó.
—¿Cómo se llamaba el hijo?
—No me acuerdo —había respondido Raquel dándose la vuelta y tomando un plato repleto de turrones, confites y garrapiñadas—, la verdad es que nunca tuvimos mucho trato con él. Nunca nos gustó.
—¿Y vos, Pancho? ¿No te acordás?
El hombre había bajado las comisuras de sus labios apretados, negando con la cabeza.
—Yo le decía «pibe»... Robertino, Santino, algo así...
—¿Valentino?
María había visto cómo el matrimonio cruzó una mirada gélida que la puso aún más alerta.
—Sí, creo que así se llamaba... ¿turrón? —ofreció la vecina con una extraña mirada, acercándole la bandeja.
María no pudo resistir la tentación de los dulces, pero su cabeza se había transportado a días anteriores, cuando su marido había llevado al supuesto hermano de Yaco a la casa, para arreglar los circuitos eléctricos. Luego de meter varios maníes garrapiñados dentro de su boca, preguntó:
—Raquel, ¿vos te acordás el día que fuiste a mi casa y Lorenzo estaba arriba, con el electricista? —La mujer asintió mientras masticaba un trozo de turrón—. Lo viste cuando se fue.
—No.
—¿Como que no? Si pasó por la puerta de la cocina y nos sonrió. Estábamos tomando mate.
La forma extrañada en que la miró la vecina, con el entrecejo más fruncido que nunca, la dejó pasmada.
—¡Al único que vi fue a Lorenzo! —replicó ésta—. Que iba hacia la puerta hablando con alguien, pero no vi con quién.
—¿Me estás jodiendo?
La mujer soltó una leve carcajada ante las palabras de la chica, que por lo general, no solía emplear ese vocabulario. O esa fue la explicación que encontró María para aquella risita. ¿O habrían sido nervios contenidos?
—¡No, Mery! ¿Cómo no me voy a acordar? Si fue hace ¿cuánto? ¿Dos días, una semana?
María había permanecido muy seria y con la mirada fija en algún punto. Masticaba lentamente el dulce dentro de su boca. Esa vez, sí, Raquel la había mirado a los ojos. Lo había hecho para enfatizar su mentira o le estaba diciendo la verdad. Nuevamente sintió tambalear su cordura.
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Editado: 01.12.2022