El demonio nacido de la tierra

Ausencia - 2

2 Ausencia

 

 

 

Entrecerró la mirada y se concentró en la botella que reposaba sobre un tronco a diez metros de ella. La interiorizó. Captó sus pequeñas vibraciones. Fijó su centro. Y sonrió. A continuación, con celeridad, estiró el brazo y abrió el puño hasta sentir cómo cada una de las yemas de sus dedos capturaba la energía del indefenso recipiente. No tuvo compasión con él. Lo hizo saltar por los aires sin apenas mover una ceja. Los cristales se esparcieron por el aire de forma violenta, cortando la corriente natural de la brisa. Sin embargo, sus pedazos no cayeron al suelo. Sofía se adelantó a la gravedad y recogió los dedos de nuevo en la mano, deteniendo así el tiempo.

Sí, gracias a Harry dominaba la técnica. Un poder, que hasta entonces había sido salvaje y descontrolado, formaba ahora parte de ella, integrado en sus dominios por fin y recluido en el interior de la lámpara del genio para salir cuando ella lo requería. No obstante, había otros que continuaban resistiéndose.

Avanzó hasta la zona donde los cristales habían detenido su vuelo y presionó los labios con vacilación. Debía lanzarlos e incrustarlos en el árbol enclenque que el brujo le había señalado. Pero cada vez que lo intentaba, terminaba estrellándolos sin control alguno, contra las rocas situadas al este, contra unos arbustos que limitaban el terreno al norte e incluso contra un pájaro que resultó malherido y al que Iris tuvo que sanar. Esto la afectó profundamente. No quería fallar de nuevo. No quería lesionar a ninguno de sus amigos.

Contempló el brillo de los cristales, animado por el sol de mediodía, y luego depositó su mirada pensativa en Harry. El brujo no se movía. Había quedado paralizado justo en el momento en el que comenzaba a alzar un dedo. Quizá para sugerirle un cambio de táctica. No lo sabría. Había decidido detener los segundos del reloj antes de ejecutar el siguiente paso. Por supuesto, Harry se enfadaría. Eso no entraba en los planes. Debía realizar el ejercicio con cierta continuidad y precisión. Pero se había cansado de no lograr el objetivo, de errar siempre en el mismo punto.

Suspiró, resignada. Posó entonces sus ojos en su amiga Iris. Ella practicaba con sus sais en el momento en el que también su ataque se había detenido. Mantenía uno de ellos bien sujeto en su puño izquierdo; en cambio, el otro estaba paralizado a tres palmos por encima de su cabeza. La vidente lo había lanzado al aire y se disponía a recogerlo justo cuando ella había decidido interrumpir el proceso natural del tiempo. Tampoco a Iris iba a gustarle su estrategia de estudiar los cristales antes de dirigirlos hacia su objetivo.

Arrugó la frente y trató de concentrarse de nuevo en los fragmentos de la botella. Los estudió con desánimo y visualizó sus diferentes trayectorias. Después negó con la cabeza. Era evidente que no le bastaba con desear que los cristales volaran hasta el maldito tronco; tenía que controlarlos todos al mismo tiempo. Y era en ese punto en el que se dispersaba. No lograba un enfoque global del recipiente una vez que lo hacía añicos.

Golpeó con la punta de su deportiva la tierra del suelo y observó por el rabillo del ojo a Simón. O Tres. O como quisiera que se llamase el demonio pijo que las había interceptado aquella noche en la discoteca. Estaba repantigado sobre una roca afilada como si la posición fuese la más cómoda del mundo mientras se entretenía contemplando su entrenamiento. Se alegraba de que él también hubiera sufrido las consecuencias de su hechizo, ya que, desde que habían llegado a la sierra del Maigmó, se había acomodado y comenzado a morder una manzana que parecía no terminar nunca. La masticaba despacio, desplazando con la lengua los trozos de la fruta de un lado a otro de la boca, jugando con ellos de forma repulsiva para llamar su atención. Eso la irritaba mucho. Cada vez que quería opinar sobre una cuestión, suspiraba con deferencia y sacudía la cabeza hasta que lograba intervenir en la conversación. Ese demonio llegaba a ser exasperante cuando quería, y esa mañana, Sofía había llegado al límite de su paciencia.

Giró sobre sus talones y, con los brazos en jarra, lo examinó sin reparo. Iris había conseguido que abandonara ese estilo relamido de sus cabellos. Ahora presentaba un look más desenfrenado, aunque las ondulaciones que se le formaban en las sienes extrañamente le devolvían una pizca de inocencia a su rostro angelical. Demasiado inmaculado. Curioso, si considerábamos que tras él se ocultaba un demonio de cientos de años, pese a que se empeñase en aparentar unos veinte.

Así pues, Sofía no dudó en acercarse a él y arrebatarle la manzana. La arrojó lejos, donde no pudiera recuperarla. Después se acuclilló y contempló con frialdad sus ojos violetas. Nunca los había observado tan de cerca, y por eso se sorprendió al descubrir que varias anillas amarillas surcaban sus pupilas y manchaban también sus iris en algunas zonas. Se mordisqueó el labio inferior y pensó en los numerosos dolores de cabeza que les había ocasionado el joven nada más llegar.

No podían ocultarle su condición a Harry, ya que ambas estaban bajo su supervisión y cuidado, y tarde, o más bien temprano, captaría su energía demoníaca. El brujo llegaba todos los viernes por la tarde y regresaba a Madrid los domingos por la noche para continuar con sus clases en la universidad durante la semana. Así que no les quedó más remedio que presentarle a Tres como lo que era: el poseedor de la llave de los demonios, una víctima de Janus. Y le rogaron que mantuviera el secreto.

—Ellos no van a entender por qué estamos ayudándolo —le había explicado Iris—. Para los cazadores, un demonio siempre será un demonio. Pero nosotros estamos por encima de todo eso. Si lo ayudamos, Janus no conseguirá su llave y, por lo tanto, no podrá abrir las puertas del Cielo. Ya tiene dos, Harry. No podemos ponerle en bandeja la tercera.




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