La carta de mamá está vez era diferente. El clamor en sus palabras delataba un inmensurable dolor. Sus ideas no tenían sentido, se planteban una por sobre la otra, atropelladas, desesperadas y sin coherencia entre ellas.
Podía sentir su desesperación a través del papel, tanto así que mis manos temblaban a medida que mis ojos repasaban su irregular caligrafía, casi inteligible.
Y al final, después de lo que me pareció la única idea coherente en el escrito, llegó a una conclusión que sólo me hizo pensar que estaba delirando.
"Los dioses griegos existen".
Volví a leer la carta y no pude evitar decepcionarme. Esperaba un mensaje más fraternal, un consejo para la vida, el pesar de no poder acompañarme en mis momentos más importantes, pero la misiva era corta y extraña.
"Mi pequeña.
Siento que mis energías se acaban, y pronto Hades reclamará mi alma, según nuestro trato.
Llevo días preguntándome cómo despedirme, te tuve tan poco tiempo entre mis brazos y hoy debo advertirte en apenas unas pocas palabras, porque sé que volverán. El acuerdo no está completo, debe haber un truco. Siempre hay.
Al final siento que todas mis cartas. No recuerdo cuántas han sido ya, ¿doce? ¿Trece? No han sido más que borradores, solo intentos de explicar algo que aún no sé cómo decirte, pero aquí va:
Los dioses griegos existen".
Eso era todo.
Nada más, ni siquiera un firma o una despedida.
Miré la última carta, la cual se encontraba cerrada. Mis manos picaron por abrirla. Era la última y si lo que había leído era cierto, era la definitiva.
Sin embargo cerré el cofre y lo devolví a su sitio. Me quedé en silencio, mirando el techo, con muchas preguntas en mi cabeza.
¿Era capaz de esperar todo un año para abrirla? En el fondo, ahí debía estar escrito lo que mi madre intentó decirme en quince cartas. Pero, ¿era realmente así? Después de lo que había leído solo podía esperar los delirios de una pobre mujer moribunda.
Sin embargo, esa pobre mujer moribunda era mi mamá.
Me quedé dormida entre cavilaciones y desperté con un extraño desazón, como si de pronto toda mi vida hubiera perdido sentido. Quizás así era de alguna manera. Pero, en realidad, ¿qué podía esperar de una persona que murió agonizando de dolor?
Mi abuela nunca me explicó con exactitud cómo fue que murió su hija. Solía evadir el tema y cuando era inevitable, nunca decía más de lo necesario.
Al final ella igual acabó convertida en una anciana loca, encerrada en un asilo, que yo pagaba a través de mi mesada y mi trabajo. Era una verdad que todos conocían en mi casa, pero de la cual nadie quería hablar, pues les incomodaba. Pero bueno, papá no me ayudaba, en parte porque a mi madrastra le parecía nefasto que su esposo mantuviera a la madre de la mujer con la que le fue infiel. Respecto al producto del adulterio, digamos que había acabado por tolerar mi presencia en la casa, ya que no podía interponerse en los deberes filiales.
Ese mismo fin de semana fui a visitarla al asilo. Era tarde de bingo pero a ella no le importaba el juego en sí, estaba arriba del escenario, haciéndose pasar por modelo, mientras sacaba las bolitas con los números de la suerte y los gritaba a todo pulmón, suscitando el escándalo.
Estaba a punto de leer la cifra final, cuando le echó una mirada al público y me reconoció entre todos ellos.
—¡Sabrina! —gritó, llamándome por el nombre de mi madre. Siempre supe que nos parecíamos mucho, así que eso sumado al alzheimer debió suscitar la confusión.
Lanzó lejos la bola para ir a abrazarme, e inmediatamente una turba de ancianos furiosos se levantaron de sus asientos, en busca del número ganador.
—¿Cómo estás, cariño? ¿Qué tal Grecia? —preguntó.
Mi abuela solía hacerme esa pregunta por rutina, al parecer creía que su hija seguía estudiando en el país de sus sueños y no sé cómo su lógica explicaba que estuviera frente a sus ojos, según ella.
—Bien —contesté, haciendo caso omiso a esos tecnicismos.
En ese momento uno de los ancianos comenzó a gritar su victoria en el bingo.
—Ah, la gente en este crucero es muy divertida —comentó mi abuela.
Forcé una sonrisa. Aunque su lógica no tuviera ningún sentido, a veces me daban ganas de vivir en su mundo. Por lo menos, era feliz.
(...)
Cuando volví a casa descubrí que teníamos visitas, y encima, se quedaría a cenar. En otras palabras, tendría que soportar las crueles bromas de mi hermano en la mesa, con el chico de mis sueños sentado justo al frente.
He tenido tres familias a lo largo de mi vida, algo así como un perro vagabundo que es adoptado más de una vez. Mis primeros años los pasé con mi mamá, quien falleció cuando yo era muy pequeña aún, luego me fui a vivir con mi abuela, que enfermó cuando tenía quince, así que a mi papá le tocó asumir la responsabilidad. Me volví el parásito en de su esposa y mi medio hermano, con quien tenemos casi la misma edad, porque nuestro queridísimo progenitor no es un hombre de una sola mujer.
Por suerte la conversación no giró en torno a mí, sino al magnífico proyecto que estaban realizando Elias y Max para la universidad. Mi papá era dueño de una gran empresa constructora y su hijo había decidido seguir la misma senda, estudiando arquitectura. Estaban hablando de planos, maquetas y todas esas cosas cuando mi padre recordó que tenía otra hija más.
—¿A ti cómo te fue, cariño? —me preguntó.
—Oh... Bien —respondí, un poco intimidada por haberme vuelto repentinamente el centro de atención.
—¿Y las clases? ¿Cómo van? El otro día me hablaste de ir a un observatorio, ¿en qué va eso? —insistió papá.
Me sorprendió que lo recordara. Ese día iba saliendo tarde a la reunión con la profesora Angüita, así que se lo comenté muy por encima antes de salir.
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Editado: 31.05.2019