El Despertar I

|Capitulo dos|

|El aleteo de un cuervo|

«No será capaz…»

«Tiene miedo…»

«Es débil.»

«¡Mírenla llorar!»

Parpadeé, intentando alejarlas de mi cabeza. Pero, como cada vez que lo intentaba, no lo lograba. Era imposible sacarlas de allí dentro, una tarea que hace mucho tiempo había pensado abandonar. Pero el deseo de tenerlas lejos volvía con fuerza con la llegada de la oscuridad. Por momentos, creía que podría llegar a acostumbrarme, inclusive a necesitarles. Sin embargo, podían ser muy ingeniosas a la hora de atacar. Más letales, más peligrosas.

Respiré hondo y miré hacia el techo de la habitación que compartía con mis mejores amigas, casi hermanas, y pensé que lo mejor que podía hacer en estos momentos era distraerme. No obstante, no había con qué. Había dibujado hasta que me había hartado. ¿El especial del día? Arboles. Árboles secos que se asemejaban más a siniestras manos que intentaban alcanzar el cielo con sus tenebrosas garras. Y, no sabía por qué, pero cosas malas sucederían si lo lograban. Expiré con fuerza.

«Tienes que ir, Adeline.»

«Sabemos que en el fondo es lo que deseas, lo que necesitas.»

Podía imaginarlas sonrientes mientras me taladraban la cabeza y no sabía cuánto más aguantaría antes de ponerme a gritar como una histérica, despertando a todos los residentes cercanos. Tapé mis ojos con ambas manos y, cuando menos me di cuenta, ya estaba sentada con los pies rozando el frío piso de madera.

Tenían razón.

Necesitaba salir.

No era la primera vez que lo hacía. Eso de escabullirme entre los pasillos rumbo al ala este, en donde mi primer objetivo me esperaba. No alcanzarían ni todos los dedos del mundo para contar cuantas veces he sucumbido a su llamado, a su sutil pedido. Como si susurrara en mi oído de una manera que era difícil de resistirte a la tentación de ceder a sus caprichos. Así eran ellas, todas ellas. Las voces, aquellas que me torturaban en el momento menos esperado, pero que también me hacían sentir… poderosa. De alguna retorcida manera, lo hacían. Era como aquella relación toxica e insana en donde sabes que no te conviene seguir, pero que no puedes evitar sentirte atraída hacía aquel poderoso y dulce veneno.

Por eso, mientras recorría viejos y conocidos pasadizos que sorteaban los pasillos en los cuales las monjas hacían guardia, una parte de mí se repetía que todo lo que conseguiría eran problemas, mientras que otra decía que no había nada peor que morir con la incertidumbre de lo que espera entre aquellas sombras. Así que seguí hasta que llegué y me detuve frente a la puerta de madera con un número grabada en ella.

Era la habitación de los hermanos. Y, específicamente, estaba buscando al mayor de ellos.

Sabía que, por más conocimientos que tuviera, jamás podría salir al exterior sin la ayuda de Leandro. Quien ya me habia dado una mano en otras ocasiones. Él también lo sabía, aunque no le gustará, que yo prefería meterme en problemas antes de quedarme con la duda. Por eso, se encargaría de al menos evitar que los problemas en los que me metiera no fuesen tan graves.

Entré a la habitación. La cual, como todas las demás por motivos de seguridad, carecía de alguna especie de cerrojo o cerradura. La oscuridad dentro parecía incluso más fría y espesa que la que afuera esperaba, pues aquí no habia nada que la hiciera menos… densa. Me acerqué hasta la cama en donde Leandro dormía plácidamente y lo miré por un momento. Estaba siendo egoísta, lo sabía. Pero jamás mis deseos se antepusieron a lo que ellas demandaban dentro. Por más que lo hubiese intentado en su momento, siempre terminaba cediendo al veneno.

Me agaché junto a la cama y respiré hondo, soltando paulatinamente el aire dentro de mis pulmones. Dudando sobre la marcha, apoyé una mano en el hombro del hermano mayor de los Matarazzo y lo sacudí levemente. Leandro reaccionó rápidamente y yo me ocupé de taparle la boca antes de que hiciera algún sonido que pudiera despertar a sus hermanos. Miró casi desesperado y confundido en mi dirección, yo puse mi dedo índice sobre mis labios, diciéndole sin palabras que guardara silencio. Retiré mi mano cuando pareció calmarse y le sonreí con una fingida inocencia.

—Estás loca —masculló en un susurro.

Si no quisiera hacer silencio, me hubiera reído.

Vecchie notizie —me burlé en su idioma natal. Con el paso de los años, había aprendido el suficiente italiano como para entender lo que decía cada vez que se salía de control.

Resopló una risa, sin verse realmente extrañado por mi presencia en su habitación. Como dije, no era la primera vez en que hacía esto y, también como habia dicho en su idioma natal, era una vieja noticia. Tampoco sería la última. Se incorporó sobre su cama y me miró en silencio.

—¿Qué tan urgente es? —preguntó en voz baja.

Miré hacía las demás camas en donde sus otros dos hermanos dormían. ¿Valía la pena el riesgo? ¿Iba a tomarlo? Ni siquiera me asustó o sorprendió la seguridad con la que la respuesta llegó a mí. La afirmativa, tan fuerte como siempre, pareció venir de un coro de voces que ansiosas esperaban a que por fin diera rienda suelta.

—Puedes elegir entre ir conmigo y evitar que me atrapen, o dejarme ir sola y que me meta en graves problemas —dije, como si nada.

Y sabía que estaba siendo una manipuladora de mierda. Pero, teniendo en cuenta la clase de compañía tacita con la que he vivido toda mi vida, no podían culparme.

—O podría decirles a las monjas que intentas salir y ellas te encerraran en tu habitación y vigilaran para que no lo hagas.

Sonreí, divertida.

—No lo harás —aseguré.

Porque aun cuando todo le dictaba que debía delatarme para, de alguna forma, protegerme y evitar que haga este tipo de cosas, Leandro sabía cuáles serían las consecuencias de negarme a su pedido. Los ataques de ansiedad jamás me parecieron de lo más lindos.




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