Capitulo siete.
|Los malditos|
†
La tarea que me habían asignado antes del inconveniente del desmayo el domingo se habia relegado hasta un par de días después. Y, a pesar de que siempre era buena escondiendo hasta para mí todo lo que no tuviera la suficiente lógica como para expresarla, esos mismos siguientes días estuvieron cargados con el pensamiento —o recuerdo más bien— de las palabras de Alessandro. Y una parte de mí no pudo evitar el haberle dado la razón.
Me estaba quedando sin espacio.
Me estaba saturando.
Por eso, cuando Rossy me alcanzó después de la clase de biología para que comience mi tarea como su guía y amiga para que pudiera verse más cómoda en el que sería su nuevo hogar, yo habia tardado en entender a qué se refería. Hasta que recordé cómo el padre Gregorio y la policía de Fairbanks habían acordado que era mejor que la chica se quedara con nosotros mientras los segundos buscaban su verdadera identidad. Lo cual se complicaba más de lo que esperaba.
—Lo siento, he estado con demasiadas cosas en la cabeza —y era una verdad a medias.
Era una sola cosa, pero parecía multiplicarse y tomar demasiadas caras irreconocibles con anhelos incomprensibles para mí. Las veces que me habia cruzado a Alessandro, tanto en pasillos como en clases, ellas parecían retraerse tanto que una parte de mí creía que desaparecerían. Y no mentiría diciendo que no lo deseaba también. Sin embargo, no pensaba en acercarme a él solo para así sentir que, por un breve momento, la asustada no era yo. Sino ellas. Aunque no entendiera los motivos que ocasionara aquello.
Rossy me miró con una sonrisa pequeña plantada en los labios, mientras apretaba con fuerza los libros que llevaba abrazados como si estos le sirviesen de ancla. El nerviosismo era evidente en la chica, demasiado a mí parecer.
—No te preocupes, prometo no darte dolores de cabeza —dijo intentando aligerar el ambiente que mi olvido habia tensado cuando me abordó.
Le sonreí, agradecida, y luego hice un ademan con la cabeza apuntando hacia el pasillo que nos llevaría a la cafetería.
—¿Qué te parece cenar conmigo y con mis amigos? —le propuse a la vez que me adelantaba unos pasos a la espera de que ella me siguiera.
—¿No será… incomodo? —preguntó dubitativa.
Y la comprendí. Porque a pesar de haber pasado años, seguía recordando la forma en la que me sentía al sentarme o convivir con desconocidos. A la espera eterna de que atacaran mi punto más débil y se burlaran de lo que padecía —o era—. Y, a sabiendas que habia experiencias peores que la mía, agradecía haber encontrado con el tiempo amigos como lo eran los míos. Leales, a la forma que podía esperarse en un lugar como este. En donde, todos y cada uno de nosotros, estaba maldito de una forma diferente. Y ese diferente creaba barreras difíciles de sobrepasar.
—Como toda presentación, intuyo que al principio lo será —dije, siendo medianamente sincera. No sabía mucho de hacer amigos, pues los míos no habían llegado gracias a mi predisposición de buscarlos. Así que sería hipócrita de mi parte hacer sentir a Rossy que estaba con una experta en el tema. Por eso, añadí: —pero te prometo que no estarás sola en esto. Además, son amables y estoy casi segura de que vas a agradarles.
Mientras caminábamos, iba explicándole brevemente cómo era cada uno de ellos. Rossy me miraba y escuchaba con una atención que, lejos de incomodarme, me agradó. Y a mi cabeza le sentó más que bien centrarse en algo que no fuesen pesadillas pasadas o la oscuridad que en todos mis días me esperaba. Como un soplo de aire fresco, Rossy habia hecho que me distrajera de todo ello y ocupara mi tiempo no odiando mi destino, sino haciendo algo que, creo, es positivo.
Al llegar a la cafetería, las voces conjuntas y el sonido de risas fugaces pareció hacer que la pelirroja quisiese correr a esconderse. Estas dos últimas semanas, Rossy se habia pasado con la única compañía que podía significar la hermana Irene y la hermana Rita. Ambas monjas le habían explicado donde estaba y qué pasaría, también —seguramente— que no habia nada de que temer. Ahora, a mí me tocaba la parte más difícil. Hacer que ella realmente se sintiese cómoda y, también sintiese, que este podría ser su refugio mientras buscaban su verdadero hogar. La miré de reojo cuando se detuvo en el umbral de las puertas, mirando casi con horror la masa de adolescentes desequilibrados mentalmente o simplemente abandonados que se abría ante ella. Inconscientemente, llevé mi mano hasta su hombro y apreté el mismo en signo de consuelo.
Mis dedos rozaron la piel expuesta de su cuello y lo que sentí al hacerlo fue indescriptible. Y aterrador. El frío, tan normal, se habia convertido en una especie de cuchilla que me recorrió el cuerpo completo. Y dolía. Aparté la mano de golpe, sintiendo como mi corazón habia comenzado a correr de la nada a toda marcha y el pánico comenzaba a bullir en mis venas. Rossy me miró rápidamente, con una expresión de alarma y oscura determinación dominando su rostro. Me desconcertó, así como también todo lo demás y terminé dando varios pasos hacia atrás de la impresión que me cubría sin aparente razón. Mientras tanto, ellas aguardaron en silencio algo que yo no veía.
—Lo siento, pero creo que no puedo —dijo entonces ella, sacándome de la tormenta que se habia creado en mi universo. No entendí lo que quiso decir hasta que fue demasiado tarde.
—No, espera —intenté detenerla, yendo contracorriente de lo que mi propio sentido de supervivencia me pedía.
Sin embargo, Rossy ya habia dado media vuelta y se habia alejado casi corriendo. La perdí de vista cuando dobló un pasillo hacia una dirección desconocida y, a pesar de que lo lógico sería seguirla y decirle que no habia nada qué temer, me quedé anclada a mi lugar. Sopesé lo que habia sucedido, o lo que habia creído que habia sucedido. El miedo seguía allí, como siempre. Pero esta vez habia algo más. Un lugar en blanco que se comenzaba a aclarar.