|No se irán|
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El viento sopla con una delicadeza que le sorprende. Es como si, de alguna manera, la naturaleza supiera lo que su aun extraña aliada traspasa. Los arboles a su alrededor cantan una vieja canción de cuna que la ayuda a dormir y él, si se concentrase, podría imaginarla aun despierta. Porque la tormenta es demasiado intensa como para perderla por una simple tonada. Y él lo sabe, él siempre lo supo.
Él conoce aquel infierno que la rodea, pues, a pesar de los años pasados, sigue siendo parte de él. Y ella lo sabe.
Solo que no lo recuerda.
La forma en que el susurro del anterior desespero perdura en el aire, la forma en que atraviesa entre los residentes y busca, ansioso y hambriento, la forma de alcanzarla. De volver a entrar en su mente y volver a torturarla. Y los arboles cantan, intentan alejar a la oscuridad de su morada, pero es en vano.
El aroma dulzón y nauseabundo llega hasta él y aquella presencia se hace más tangible cuando sus suaves dedos se unen para sujetar su barbilla. Se tensa, sintiendo las náuseas atacar su sistema.
—Y yo que creí que no tenías sentimientos —se burla, notando aquel momento de debilidad y fragilidad. Y, como ha tardado en ocultar sus pensamientos de la serpiente que lo acecha, ella ahora lo sabe —. Únete a mí —susurra, dando otro paso hacía él —. Únete a mí y ambos seremos libres. Tú serás libre ¿Qué es una existencia casi desecha ante lo que significamos nosotros?
Se aparta, sonriendo de lado con el filo de la navaja que es brillando bajo la luz de la luna menguante. En sus ojos relampaguea un infierno propio.
—Además, su destino ya está sellado.
«No, no lo está. No puede estarlo»
†
†Adeline†
Respiro intentando mantener la calma, el aire se siente pesado y demasiado frío y puedo sentir como recorre mi garganta con cada bocanada y llega hasta mis pulmones. Mi cuerpo se siente adormecido, casi liviano y vacío. Tardo en reconocer en dónde me encuentro y, cuando lo hago, la respuesta al por qué llega como un soplo de viento filoso y difícil de soportar. Cierro los ojos, tragando con fuerza. Cuando vuelvo a abrirlos, los puntos negros que se pintaban en la visión de la enfermería se han esfumado casi por completo.
Entonces escucho una puerta abrirse y pasos apresurados. También, exclamaciones de una acalorada discusión.
—¿Una reacción al nuevo medicamento? ¿¡Y a ti cómo se te ocurre cambiarle el bendito medicamento!? —el grito del padre Joaquín me hace pegar un sobresalto y, en silencio, agradezco no estar conectada a un holter que los advierta del pulso de mi corazón.
Las cortinas que rodean la cama se encuentran extendidas y son lo único que evita que los recién llegados sepan lo consciente que estoy. Y, aunque podría hacérselos saber, no lo hago. Algo me guía a guardar silencio, algo me incita a escuchar parte de lo que pueden llegar a decir en estos momentos. Respiro lentamente, tratando de calmar el ansia que empieza a recorrer mis venas.
—Baje la voz, padre. Y fueron órdenes del padre Gregorio, no pude hacer nada para evitarlo —responde la hermana Rita quien, a diferencia del joven hombre, habla en calma y despacio —. Y, si quiere oir mi opinión, creo que fue lo mejor. Estaba fuera de control, no estaba tomando sus anteriores pastillas y sabes que el castigo por ello es peor que simplemente mentir y decir que no tenían efecto. Hacemos esto para su bien.
«Lo saben» pienso, con el miedo comenzando a despertar. Mis manos se retuercen y las náuseas me invaden.
La última vez que descubrieron a alguien tirando su medicación, lo enviaron a algún lugar en donde lo pudieran controlar. Entonces, si el riesgo de no seguir esa regla es demasiado, ¿por qué arriesgarse de esa manera? Fácil, éramos adolescentes.
Y tendemos a ser imprudentes, impulsivos y tercos.
También idiotas.
Me estremezco cuando siento la presencia de ellas a mi alrededor, sus susurros son solo un soplo de viento ininteligible que no comprendo. Que no quiero comprender. Me giro sobre la cama colocándome sobre mi costado y miro fijamente la cortina frente a m, pensando en cierto detalle importante.
«La hermana Rita lo sabía, ella sabía lo que hacía y aun así siguió con mi mentira»
Y, mientras más lo pienso, más se repiten parte de sus palabras como una declaración de muerte súbita. Me remuevo, intentando mantener la calma. Cierro los ojos. Es imposible.
«El castigo por ello es peor que simplemente mentir y decir que no tenían efecto»
Mintió para protegerme de ello, se arriesgó para que no me condenaran. Otro ramalazo de angustia me azota y es acompañada por la desesperación, con un nudo creándose en el centro de mi pecho. No puedo. No quiero volver a las pastillas, no quiero volver a sentirme muerta en vida. No puedo dejar que vuelvan a hundirme.
«El padre Joaquín también lo sabe» dice una de ellas.
El frío me recorre por el costado del rostro y se extiende por el resto de mi cuerpo. La temperatura desciende y el aire comienza a faltar en mis pulmones. Tomo con fuerza las sabanas entre mis puños y tiro de ellas, aprieto los labios y mis piernas se retuercen. Intento entender qué sucede, pero apenas puedo concentrarme en el trabajo de meter aire a mi sistema. Me siento más pesada que nunca, más pesada y pequeña. Como si, en vez de poseer mi cuerpo, algo me recluyera hasta dejarme tirada en una mínima parte de mi cerebro.
«Él también mintió» añade la misma voz.
Un quejido se escapa de mis labios sin que pueda evitarlo y, de inmediato, la cortina a mi derecha se corre dejando ver al padre Joaquín. Su rostro se encuentra pálido y sus ojos castaños brillan angustiados. Al verlo, los mismos pensamientos vuelven a repetirse en bucle. Él lo sabía, él lo sabía, él lo sabe. Y mintió, ambos mintieron.