|Pacto con el diablo|
†
«Tenía que solucionarlo y solo una persona podría ayudarme a concretarlo»
Abrir la boca jamás me habia costado tanto, tanto que ahora arrastraba una bolsa de problemas sobre un suelo arisco que amenazaba con romperla y dejar que todo lo que cargaba se desparramara. Dejando ver todo lo que ocultaba, dejando a la merced de otros aquello que más me asustaba. Lo irónico del universo, era que la única persona que podía ayudarme a evitarlo era alguien en quien mi confianza se reducía a bajo cero, bajo muchos ceros. Pero no tenía opción.
«Jamás tenía opción»
Respiré hondo y retorcí la manga de mi chaqueta de punto entre mis puños. Solo faltaban diez meses para que yo tuviera la opción de irme, y no cruzaría los portones de Gellicut solo para ir a parar a un lugar mucho peor que este. Porque, en comparación a otros establecimientos, Gellicut era un cielo. Uno nublado y tempestuoso, pero cielo al final. Era mejor eso que un infierno teñido de un blanco enfermo.
Los tres timbres que marcaban el cambio de clases sonaron al mismo tiempo, aturdiéndome. Habia desayunado en la enfermería y solo habia visto a Beca y a Phin, quienes habían ido a verme después de tomar sus desayunos correspondientes. De los hermanos, apenas sabía que estaban bien. Pero, a pesar de que quisiera estar con mis amigos para retomar la normalidad que compartíamos, habia alguien más urgente que visitar. Y ese alguien salió de una de las aulas de ese pasillo. Al verme, sonrió divertida.
Wendy avanzó hasta mí con el mentón en alto y los hombros encuadrados. Cuando llegó, se detuvo frente a mí.
—Eres toda una reina del drama, Ada Messina —dice sin siquiera saludar.
«En realidad, esa es su forma de saludar»
—Lo sabes —digo, queriendo dejar los rodeos.
Wendy se encogió de hombros.
—La hermana Irene debería controlar su lengua —dijo inclinándose hacía mí para crear un ambiente más confidente. Lo cual era difícil, ya que el resto de los residentes estaba apurado en ir a su siguiente clase —. ¿Caminamos? Tengo la sensación de que podrías querer algo —trató de achicar su sonrisa, pero la diversión y la burla eran tan evidentes en su aniñado y malévolo rostro que era incapaz de disimularla.
Acepté, aunque otra opción no tenía. Recorrimos el pasillo en completo silencio, ella jactándose de una victoria que yo no comprendí si ya veía venir, o solo la disfrutaba porque era otra forma de reforzar lo que ya tenía. Ego, superioridad, más fuerza. Y no era ni de la primera ni de la segunda por las cuales yo sentía envidia, sino la tercera. Aun cuando podría ser o no una fachada, o un simple cuento que, por dentro, solo contiene desgracias. Wendy no dejaba que nadie, absolutamente nadie, la rebajara o insultara. Jamás agachaba la mirada o parecía solo querer esconderse bajo sus sabanas, sino que enfrentaba a todo y a todos con una fiereza que, muy en el fondo, admiraba. Que, como la seguridad de Alessandro, deseaba.
En cambio, existían días en donde mis mentiras no eran suficientes. En donde mi boca decía con suma facilidad algunas cosas, mientras que mis expresiones revelaban la otra cara de las cosas. Podría haberme perfeccionado años para ocultar todo lo que tenía dentro, pero entonces las palabras que Alessandro me dijo alguna vez se volvían reales y peligrosas.
Me estaba quedando sin espacio. Y todo lo que habia escondido durante años amenazaba con asomarse debajo del tapete en donde estaban.
Con Wendy salimos al jardín exterior y la seguí hasta que se detuvo en medio del jardín de estatuas. Tranquilamente, se sentó sobre lo que pudo haber sido el pecho de un ángel, pero que ahora solo era una roca en medio de todo aquel blanco.
—Entonces es cierto, ya no posees el privilegio —habló, yo no tuve que asentir para confirmárselo —. ¿Qué quieres, Ada?
Fruncí el ceño.
—Creí que ya lo sabias.
—Sí, pero quiero oírte pedírmelo —sonrió.
Me abstuve de decirle que estaba yendo demasiado lejos con su prepotencia, porque, a pesar de que gran parte de mí la odiara, también la necesitaba.
—Necesito que me ayudes a sacarlas de mi sistema antes de que hagan efecto —solté.
Porque si existían alguien perfecta en el arte de aparentar, era ella. Yo estaba en segundo lugar, y este se encontraba demasiado lejos del pedestal sobre el que ella estaba parada. Sabía que no le tenían la confianza suficiente como para dejar que se hiciera cargo de sus propias medicinas, así que debía de haber otra forma para que Wendy se liberara de aquel control que la ataba y la reprimía. Lo sabía, porque la habia descubierto haciéndolo y jamás habia dicho nada.
Una parte de mí siempre pensó que llegaría el momento en donde la necesitaría.
—Una hora después del toque de queda, en el baño de chicas —dice y se levanta, sacudiendo un polvo inexistente sobre la parte trasera de su falda —. Te diré mi precio.
†
—¿No te dijeron que hacer pactos con el diablo quita más de lo que da?
Me detengo abruptamente a medio camino, temiendo dar vuelta y descubrir a la persona que me habia hablado. Aunque reconozco la voz de Alessandro, no quiero enfrentarlo. No tengo que enfrentarlo.
Pero lo hago.
—Wendy no es el diablo —digo girándome para encararlo.
Recostado por el alfeizar del ventanal que da, justamente, hacia el jardín de estatuas, el chico de ojos verdes me mira con el ceño fruncido. El temor irracional de que hubiera escuchado algo de mi conversación con la castaña de quince años llega, pero la despacho. Es imposible, aun cuando, por la forma en que me mira, pareciera como si ya lo supiera.
—Es una metáfora, Adeline —dice despegándose de la pared y caminando hacia mí —. ¿Por qué lo haces?
Su pregunta y desfachatez llegan a irritarme.