|Simpleza|
†
—Te ves nerviosa —dijo Phin, mientras se preparaba para dormir.
Yo, en cambio, aun no me habia desvestido para hacerlo. Eran apenas las ocho y yo sentía que iba a desvanecerme si el reloj continuaba avanzando con tal lentitud. Beca me miraba directamente desde su cama, con el ceño levemente fruncido.
—¿Por qué no te has cambiado? —preguntó, lanzando lo que sabía que habia estado rondando por su cabeza desde hace rato.
Casi sonrío, pero me obligo a mantener una expresión calmada.
—La hermana Rita se equivocó con el horario de mis dosis, me cambiaré cuando vuelva —respondí, sin darle muchas vueltas o emociones.
Supe que Beca no se lo tragaba, claro que no lo hacía. Pero, y sorprendiéndome a mí misma, aquel hecho no me preocupó tanto como debió hacerlo. Me sentí tranquila, a pesar de que por dentro también estaba ansiosa porque el tiempo pasase con mucha más rapidez. Phin me sonrió antes de acostarse, poniéndose de tal forma que continuaba mirándome.
—Esto del cambio de horario es una mierda —dijo.
—¡Josephine! —le recriminó Beca, exaltada. Quise reírme y tuve que taparme la boca para evitar que saliera algún sonido. Beca me miró, captando mi diversión y frunció el ceño —. Y tú —dijo, apuntándome sin ningún reparo con su dedo índice —que quede claro que esto lo aprende de ti, eres la más boca suelta en esta habitación.
Esta vez, no pude soportar la risa.
—Espera, ¿qué? —chillé, sonriendo —. Eso es mentira —me defendí.
—En realidad… sí maldices mucho —convino Phin con ella, haciendo una mueca de disculpas para mí.
Lo pensé, y supe que tenían razón. A veces, cuando me sobrecargaba, tendía a maldecir sin buscarlo realmente. Era una acción inconsciente que no podía evitar, y tampoco quería en realidad. No es como si las palabras que decían fuesen realmente una ofensa para lo que sea que estuviese arriba.
—Ya, pero yo no le digo a ella que las diga también.
Beca frunce el ceño y niega, para cortar la conversación y acostarse boca arriba. Phin se levantó a apagar la luz principal y solo quedó la escasa iluminación que ofrecía el mío. Tétrica, la habitación quedó plagada de sombras que, anhelantes, buscaban acercarse. Escuché a Phin removerse en su cama antes de que hablara.
—No son reales, Ada —murmuró, y no solo yo la escuché.
La mayor del grupo también se removió y, cuando miré en su dirección —compartían una litera—, las descubrí mirándome. Sus ojos, a pesar de ser oscuros, desprendían un brillo cálido y acogedor que aliviaba el repentino mal que se habia metido en mi pecho. Le sonreí a la más pequeña, recibiendo el mismo gesto de ella. Decir por qué Phin estaba aquí siempre me fue difícil, abandonada a los pocos días de nacer en la entrada de Gellicut por alguna mujer que no estaba lista para tenerla, se quedó aquí justo como lo hizo Rossy. Las personas de afuera no se preocuparon de buscarle otro lugar, puesto que ya habia llegado a uno en donde seguramente la cuidarían.
Lo que no tuvieron en cuenta, era el tipo de lugar en que la metían estando completamente sana. Ni una sombra, ni una deformidad, ninguna mancha en su existencia y estaba condenada al igual que nosotros a soportar la frialdad y oscuridad de este lugar.
Por otro lado, la historia de Beca me era totalmente desconocida. Al igual que la mía era desconocida para ellas. Jamás me atreví a contarles la forma en que mis padres habían dejado que me trajesen aquí, solo sabían que un día llegué y, como todos, me quedé. Yo conocía la historia de Phin y de los hermanos porque fueron ellos los que, valientemente, se atrevieron a contármelo. Seguramente, esperando de manera inconsciente que yo fuese recíproca. No lo fui.
El miedo era mucho más fuerte de lo que, en todo momento, creí.
—Lo sé —respondo con la voz queda.
La oigo bostezas y, de nuevo, las frazadas hicieron ruido ante la fricción.
—Algún día se irán. Lo sabes, ¿verdad? —dijo Beca, con notas esperanzas tiñendo su voz.
Quise serle sincera y decirle que no lo harían, que jamás se irían. Pero solo asentí y la vi recostarse de nuevo. El silencio lo cubrió todo a partir de allí, al igual que la penumbra. Yo esperé, intentando volver a la excitación de saber lo que haría hoy. Pero no podía, algo se habia trabado en mi garganta y me impedía respirar con tranquilidad. Como si hubiera apagado aquel automático que hace que mis pulmones respiren por si solos. El tiempo pasó y yo me dediqué a dibujar garabatos sin sentido en mi cuaderno, aquel que aun albergaba un retrato a medias. Recorrí las hojas, viendo un sinfín de cosas carentes de coherencia o lógica, hasta encontrarlo. Paseé mis dedos por el contorno de su rostro, de su nariz perfilada y sus labios rellenos. Volví a sus ojos que, grises por el color del lápiz, en mi mente tomaron tonos verdosos. Rememoré lo que quedaba de la pesadilla en que lo vi, los flashes de la tormenta, la distancia entre el piso y yo…
Sus ojos.
Cuando me di cuenta, ya habían pasado horas y el reloj marcaba las diez y cuarenta y siete. Me levanté, guardé el cuaderno en un lugar que sabía no lo iban a encontrar y busqué un abrigo que sirviera más que el suéter que llevaba encima. El frío se colaba imperioso, como en todos los inviernos, y hacían que la calidez de una posición se desvaneciera con rapidez. Afuera, en el pasillo, la oscuridad era tan espesa y dominante que, por un momento, sentí al miedo intentar clavarme sus garras en el pecho. No lo dejé. Sacudí mi cabeza y salí de la habitación, caminé como si estuviera segura de lo que estaba haciendo —aunque en el fondo era cierto— y escuché con atención antes de doblar las esquinas.
Todo parecía tranquilo, en calma. Y desconfié de ella. Llegué hasta las puertas traseras y esperé.
—Ya sabía yo que te gustaba lo prohibido —dijo Alessandro, saliendo de las sombras a mi espalda.