|Como pétalos de una rosa|
†
No era mi primer beso.
El primero había sido robado hace dos años con un idiota que creí me gustaba. Cuando lo hizo, supe que lo que sea que sentía era simplemente una ilusión. Lo de ahora… lo de ahora era completamente diferente. No me sentía incomoda o nerviosa, tampoco como si, si llegara a cometer alguna clase de error, sería condenada. Más bien, me sentía ansiosa, eufórica. Mi pecho se oprimía con una dicha desconocida y mi pulso era errático y elevado a causa de la manera en que me estaba besando. Como si fuese aire, agua y vida, como si sus labios reclamaran aquello que habia estado esperando toda su vida. Las oleadas de emociones llegaban hasta mí de una manera extraña y ni siquiera me preocupé en averiguar a quien pertenecían. Porque, aunque tal vez no fuese mío, me gustaba aquel alivio, aquel deseo. Sentí a Alessandro sonreír cuando puse mi mano en su nuca para evitar que se alejase y tuve que reprocharme por dejarme en evidencia.
—Ven conmigo —su petición me desconcertó y lo miré confundida cuando se apartó. Alessandro me sonrió y me tomó de ambas manos para tirar de mí y obligarme a levantarme —. Confía en mí, Adeline —dijo, despacio, cuando estuvimos de pie.
Me sentía adormecida y, sin embargo, a la vez entendí que jamás me habia sentido tan viva. Una sonrisa estúpida se me escapó y me dejé guiar por él, ir en contra de sus apagadas voces que me decían que aquello estaba mal. Que me estaba dejando embriagar.
Y tal vez lo quería.
Tal vez quería bajar la guardia y embriagarme de alguien a quien sentía conocía de toda la vida. Y él me llevó hasta un viejo deposito tras la iglesia. El cual, al estar dentro, descubrí que estaba repleto de cosas que, a mi parecer, debían estar mejor en la basura. Varios bancos que supuse ya no tenían arreglo estaban amontonados a un costado, mientras que una mesa que se veía estable sostenía sobre ella un montón de cajas con papeles viejos dentro. El frío del exterior apenas se vio diferenciado en aquel lugar, pero hubo algo que me hizo sentir bien.
Ya no estábamos a la vista.
Allí, nadie se imaginaría que nos encontraría.
Sonriendo, me giré y me encontré con Alessandro mirándome serio y, sorprendentemente, nervioso.
—No te traje para nada, yo solo creí…
—Cállate, chico raro —lo corté por lo sano, sin dejar de sonreír. Me acerqué y enredé mis brazos alrededor de su cuello, atrayéndolo hacia mí. Miré sus brillantes ojos y sus labios rojos, sintiendo que podría desfallecer si no volvía a tenerlos —. Solo bésame —pedí, anhelando algo que apenas habia descubierto.
Y él no dudó en acatar mi orden.
La respiración se me cortó, el corazón volvió a acelerar a un ritmo que creí no podría llegar y millones de terminaciones nerviosas se habían activado en mi cuerpo cuando sus labios volvieron a tomar los míos. Cuando se movieron y se llevaron más de un suspiro. Las manos de Alessandro fueron a parar a mi cintura y las mías no se quedaron quietas. Movidas por la fiereza de las sensaciones que me dominaban, recorrieron su nuca, su rostro, su cuello. Y podía sentir cómo su piel se tensaba ante mi toque, y me gustaba ser la causa.
Adoraba ser la causa.
Mi espalda chocó contra la puerta cerrada del depósito y esta chirrió quejándose, haciéndonos que, en medio de aquel robo masivo de aire y coherencia, se nos escapara una risa. Alessandro se apartó unos milímetros y dejó escapar un suspiro que me sonó musical, grácil y musical. Apoyó su frente contra la mía y no dejó de mirarme en ningún momento. Sus dedos juguetearon con mi suéter y ambos bajamos la mirada hacia aquel punto. Sentí el roce de sus dedos calientes sobre la piel fría de mi cadera cuando traspasó la barrera de la camisa, el contacto ardía a pesar de ser inocente. Todo ardía a pesar de serlo. Contuve una exhalación y tragué con fuerza, sintiendo como todo mi cuerpo ardía con una necesidad atemorizante de él. No era suficiente. Nada de eso era suficiente. Levanté la mirada y busqué de nuevo su contacto, pero sus labios se desviaron de mi boca y comenzaron a acariciar mi mejilla, mi mentón y a bajar por mi cuello.
Percibí como mi abdomen se endurecía a causa del deseo, como la boca se me resecaba y mi mente volaba lejos. Sostuve entre mis puños su camisa, tirando más hacia mí, como si aún quedara espacio. Como si quisiera fundirme a él.
—Dulce… —rezó. Sentí removerse algo más en el fondo de mi pecho y fue tal su intensidad, que dolió —. Mi dulce…
Su boca volvió a la mía y me besó. Más lento, más profundo, más todo.
Y entonces pasó.
Y todo se desvaneció.
Era normal, pensé. Normal que un niño se ensuciara al comer. Pero él era un caso de extremo peligro del cual no podía evitar burlarme. Su rostro estaba cubierto de helado de frutilla y estaba corriendo detrás de mí, con otro poco en las manos. Yo reía y mi estómago dolía, hasta que me di cuenta de que me había dejado sin escape. Podía escuchar, además de mi respiración agitada, a mi corazón latiendo despavorido. Me giré para hacerle frente, sin dejar de sonreír. Me metería en problemas, lo sabía. Pero no podía evitar disfrutar aquello.
—¡No! —chillé —. No te atrevas a hacerlo. Juro que te voy a… ¡No!
Pero no fui lo suficientemente amenazante, no fui fuerte. Su mano desparramó la crema helada por mi rostro y mis intentos por correrlo fueron en vano, él tomó me sostuvo ambas mejillas entre sus manos y estampó un beso en la derecha, los mismos que yo solía darle.
Se apartó, sonriendo victorioso.
—¡Dulce! ¡Ahora te llamaré Dulce! —gritó, eufórico ante su gran hazaña.
Yo me quedé quieta, sintiéndome extraña. Saboreé el postre esparcido en toda mi mejilla derecha y observé al único niño que se atrevía a acercarse a mí. Al único que extrañaría al partir. Se dio cuenta de que no me reía, ni siquiera le reprochaba el haberme ensuciado, y se acercó mostrándome un semblante preocupado.