Finnian, con su aspecto aún más repulsivo, con escamas verdosas cubiertas de musgo y ojos turbios, se removió incómodo. Sus alas, maltrechas y húmedas, se agitaron nerviosamente.
—Yo no hice nada —se defendió con un tono sibilante. —Las esmeraldas... de repente emanaron una energía verde extraña, como si la propia montaña nos rechazara. Me impidió hacer cualquier cosa. Luego, ante mis ojos, los transformó en dragones esmeralda y después en humanos. Desaparecieron todos en un instante, como si se los hubiera tragado la tierra.
Ninguránd entrecerró los ojos, la desconfianza evidente en su mirada. No sería la primera vez que este dragón, conocido por sus engaños y sus habilidades en las artes oscuras, tomara huevos y jóvenes para sus propios fines siniestros, sin importarle las consecuencias.
—Regresa a todos inmediatamente, Finnian —advirtió Ninguránd, su cola golpeando el suelo con impaciencia, dejando un rastro viscoso en las esmeraldas. —Si Kendrick descubre esto, nos despellejará vivos. Sabes bien que no tolera fallos en nuestros planes.
—¡Por el lodo negro del pantano, que no fui yo! —exclamó Finnian, su frustración palpable en el aire viciado de la cueva. —Te lo juro por nuestro señor oscuro, no poseo tal poder. Debe haber sido obra de la reina esmeralda, o quizás del propio emperador. Pero yo... yo no fui, ¡no fui!
El silencio cayó pesadamente entre ambos dragones, solo interrumpido por el goteo constante de agua en algún rincón de la cueva. Ninguránd, aún escéptica, sopesaba las palabras de Finnian, mientras este último la miraba con miedo y desafío en sus ojos turbios.
Un leve temblor sacudió la cueva, como si la montaña misma quisiera expulsar a los intrusos. Pequeños fragmentos de esmeralda se desprendieron del techo, cayendo como una lluvia de luz verde entre los dos dragones del pantano. El brillo esmeralda contrastaba con sus escamas oscuras y viscosas, iluminando sus rostros con un resplandor siniestro.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Finnian, su voz temblorosa revelando el miedo que se arraigaba en su corazón de reptil. —Ese debe ser el emperador o el propio príncipe Kendrick que no confía en nosotros. Los poderes del emperador son legendarios, incluso entre los nuestros. Si nos agarra aquí no haremos el cuento. Vámonos.
Ninguránd, con sus ojos amarillentos brillando de astucia, consideró sus opciones por un momento. El aire se volvía cada vez más denso, cargado de una magia antigua que parecía querer aplastarlos. Finnian no dejaba de tener razón en lo que decía, el sonido de las alas del emperador que sobrevolaba la montaña esmeralda acabó de convencerla.
—Yo regresaré a mi guarida en lo más profundo del Pantano Negro hasta que se le pase la furia al príncipe si en verdad no fue él quien se llevó a todos —declaró finalmente, sus palabras resonando con un tono de urgencia. —Y te aconsejo que te vayas al mundo humano, Finnian. No solo debes encontrar a la última dragonesa dorada, sino también a la princesa rosa y todas las demás. Son nuestra única esperanza de redención.
Hizo una pausa, sus garras arañando nerviosamente el suelo cubierto de esmeraldas.
—Si fallas, Kendrick no descansará hasta acabar contigo. Sabes bien que su ira es tan ardiente como el fuego de su aliento, y tan implacable como las tormentas del Mar de las Escamas. Es capaz de acusarnos a nosotros ante la corte por tal de lograr su objetivo —terminó de decir Ningurand en lo que comenzó a retirarse.
Finnian asintió, comprendiendo la gravedad de la situación. El mundo humano era un lugar peligroso y desconocido para los de su especie, pero era preferible irse regresar a vivir allá que a enfrentar la furia del príncipe Kendrick o el poder del emperador.
—¿Cómo las reconoceré? —preguntó, en un susurro entre el creciente rugido de la montaña que retumbaba ante el llamado del emperador.
—La dragonesa dorada será tan bella que eclipsará al sol del amanecer, incluso en su forma humana —respondió Ninguránd. —Y la princesa rosa... Dicen que su cabello tiene el color de las flores del cerezo y que su piel emana un suave resplandor, como si la magia antigua corriera por sus venas. No podrá ocultar el rosa aunque la hayan vuelto esmeralda…, bueno no estoy segura de eso. Será también muy hermosa y ellas se destacan en las artes.
Otro temblor, más fuerte que el anterior, sacudió la cueva. Era hora de partir o serían atrapados. Los dos dragones del pantano intercambiaron una última mirada de temor. Sin más palabras, se separaron, cada uno dirigiéndose hacia su incierto destino, mientras la montaña esmeralda rugía su furia tras ellos.
El príncipe heredero Kendrick atravesó los majestuosos arcos de cristal del palacio imperial draconiano, sus escamas reflejando la luz de los mil soles que iluminaban el reino etéreo. Al entrar en la sala del trono, se encontró con la mirada penetrante de su esposa, la princesa plateada Zelda, cuyos ojos de plata líquida escudriñaban cada movimiento de su consorte.
Zelda, conocedora de las ambiciones desmedidas de Kendrick y su obsesión por convertirse en el dragón más poderoso del vasto imperio de las nubes, mantenía una vigilancia constante sobre su pequeño príncipe. La desaparición de las jóvenes princesas más dotadas del reino había sembrado la semilla de la sospecha en su corazón de madre.
—¿Dónde has estado, Kendrick? —inquirió la emperatriz, su voz resonando como campanas de cristal en la cámara de alabastro. La ausencia de su esposo había sido inexplicable, como si una barrera arcana hubiera ocultado su presencia de los sentidos agudizados de Zelda.
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Editado: 12.12.2024