Finalmente, Elenita cedió a la súplica de su compañera. Con extrema cautela, las dos dragonesas se aventuraron por las calles empedradas, sus sentidos en alerta máxima. A medida que avanzaban, el bullicio de la ciudad se hacía más intenso. La calle se llenaba gradualmente de color y vida: mercaderes pregonando sus mercancías, artistas callejeros realizando acrobacias imposibles y el aroma de especias y comidas exóticas que flotaba en el aire.
Mayra sentía su corazón latir con fuerza, una mezcla de emoción y temor se apoderaba de ella con cada paso que daban. Elenita, por su parte, escudriñaba constantemente los alrededores, lista para reaccionar ante cualquier señal de peligro.
Al llegar al final de la calle, donde los adoquines cedían el paso a un sendero de tierra que serpenteaba hacia el lago, lo vieron. Allí, sentado sobre una gran roca musgosa, con la mirada perdida en las aguas cristalinas del Lago Esmeralda, estaba Adam. Su figura solitaria contrastaba con el bullicio de la calle a sus espaldas. Para su sorpresa, Adam no había envejecido, seguía siendo el mismo joven apuesto que recordaban. ¿Cómo era posible que el humano no pareciera diez años más viejo?
Mayra contuvo el aliento. Adam parecía una estatua, inmóvil y paciente, como si llevara días esperando en ese mismo lugar. Su cabello oscuro ondeaba suavemente con la brisa que llegaba desde el lago, y sus hombros estaban ligeramente caídos, como si cargara con el peso de la incertidumbre.
—Ahí está —susurró Mayra, señalando al apuesto humano—. No se ha movido de allí. Me está esperando.
En el umbral del peligro, Elenita apretó suavemente el brazo de su amiga, recordándole en silencio las sombras que acechaban.
—Recuerda lo que nos advirtió el consejero, Mayra. No debemos acercarnos más al lago. ¿No te llena de asombro que no haya envejecido ni un ápice? —preguntó recelosa.
Mayra, incapaz de apartar los ojos del apuesto joven, no respondió de inmediato, miraba con angustia los cristalinos ojos azules de Adam fijos en el lago esmeralda, como si esperara verla aparecer, suspiró sin dejar de verlo y respondió:
—Hay humanos que no aparentan su edad, tal vez él sea uno de ellos. Además, estamos lejos, no podemos ver bien. Sólo han pasado diez años— aunque también le llenaba de intriga ver que era exactamente el mismo que recordaba, sentía la necesidad de justificar su apariencia con el miedo de que su apuesto humano no fuera tal. —Lo saludaré y le pediré que no me espere más.
—Está bien, yo te espero aquí. Sólo mantente alerta, por favor— insistió Elenita.
Mayra asintió, sus ojos hipnotizados por la figura de Adam. Estaba tan cerca y tan lejos a la vez. Sentía como si su corazón se desgarrara en un conflicto entre el compromiso con su clan y el acuciante anhelo de correr hacia él, de explicarle todo. La indecisión se apoderó de ella, lacerando su espíritu. No quería ensombrecer su alma con la verdad, quizás sería mejor permitirle conservar la ilusión de que un día ella volvería. Ignoraba cómo respondería a sus interrogantes, y no podía mentirle. El destino de su pueblo dependía de su discreción.
—Mejor no voy —dijo con un suspiro tembloroso, dando un paso atrás y ocultándose entre las sombras de un toldo cercano.
Desde allí, observó a Adam por última vez, grabando cada detalle en su memoria, sabiendo que este momento se convertiría en un recuerdo agridulce que atesoraría por siempre. De repente, como si hubiera sentido su presencia, Adam giró la cabeza. Sus ojos se encontraron con los de Mayra en un instante que pareció detener el tiempo.
—¡May! —La llamó.
Sin dudarlo, se puso de pie de un salto y corrió hacia ella con una velocidad sobrenatural, dejando a las dragonesas atónitas. Su apariencia juvenil, inalterada por el paso de una década, las desconcertó aún más de cerca.
—¡Mayra, al fin viniste! —exclamó Adam, tomando impulsivamente las manos de la princesa dragón. Su voz era urgente, cargada de preocupación—. No te acerques al lago. Debes iros de aquí enseguida, corréis mucho peligro.
Mientras Adam hablaba, sus ojos escudriñaban frenéticamente los alrededores, como si esperara que una amenaza surgiera en cualquier momento. Su comportamiento alarmó a Mayra y a Elenita, que intercambiaron miradas de confusión y temor.
—¿Por qué dices eso, Adam? —indagó Mayra sin soltar las manos del joven, que seguía observando todo a su alrededor.
De repente, el ladrido estridente de una jauría de perros rompió el tenso silencio. Para asombro de las jóvenes, Adam reaccionó con una rapidez sobrehumana. En un movimiento fluido, las envolvió con su capa azul y, ante sus ojos incrédulos, las tres figuras se desvanecieron en el aire.
Apenas habían desaparecido cuando una manada de perros feroces irrumpió en la escena, seguida de cerca por un grupo de caballeros de aspecto amenazador. Los hombres, vestidos con armaduras oscuras y portando emblemas desconocidos, escudriñaron el área con miradas penetrantes.
—¿Dónde están? —gruñó uno de los caballeros, su voz áspera como el acero—. El rastro termina aquí.
Ocultas por la magia de Adam, Mayra y Elenita contenían la respiración, sus corazones latiendo con fuerza mientras se apretaban al cuerpo del joven. La realidad de su situación comenzaba a calar hondo: estaban envueltas en algo mucho más grande y peligroso de lo que habían imaginado. Las advertencias de los ancianos cobraban ahora un nuevo y ominoso significado.
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Editado: 11.12.2024