El Devorador de Lágrimas

12

     El Civic del 95 aún echaba sus humos. Corrió como nunca esta vez, saltándose un par de altos, y evadiendo varios pasos peatonales. La policía en Dells siempre se mantiene a cubierto, pero sobre todo les importan las carreteras, ya que el tráfico en las calles de la ciudad es muy liviano. Aquel hecho influenció en el tiempo de llegada de Michael hasta su casa.   

     Apagó el motor, y casi saltó del asiento, golpeando su rodilla con el volante en el escape. Abrió la puerta principal, y pasó sin estudiar su entorno. Creyó haber escuchado un "Buenas tardes, hijo.", pero hizo caso omiso y siguió en lo suyo.

     Llegó hasta su habitación, ingresó y se apresuró hasta su antigua cómoda de ropa. Abrió el último cajón, y empezó a rebuscar entre los bolillos de medias que guardaba allí. Sacó una llave plateada, algo oxidada en la base, y la guardó en el pantalón jean que llevaba encima. Volvió a abandonar su hogar y encendió nuevamente el Civic, para adentrarse al espeso bosque de Dells.  

     Las serpenteantes carreteras pasan justo entre la densa aglomeración de flora en el lugar. Los árboles son inmensos, y cuando el sol se oculta, ellos cubren el suelo a sus pies. Aquellos caminos son dignos laberintos, que te llevan a perderte a pesar de tener una guía contigo. Hay muchos cruces, muchos atajos.

     Hay puntos en donde las salidas se convierten en entradas, y las entradas no te llevan a ningún lado. Pero a Michael eso no le preocupaba. Eso era un reto para él. Luego de Brooklyn, aquel lugar era su nirvana personal, ya que no podía cometer más fallos. El lugar era perfecto para vengarse de su madre, para vengarse de todo aquel daño que le causó en vida, y todo aquel daño que él quiere causarle en muerte.   

     Dirigió su Honda Civic al único lugar donde dios y el diablo danzan hasta el amanecer, el único lugar donde los gritos que escuchas, se convierten en advertencias, y no en señales de auxilio. Muy dentro en el bosque, un no tan pequeño cobertizo le esperaba.

     Aquel depósito de gas licuado le pertenece legalmente a la compañía de gas local (Fells), pero ya hace mucho tiempo que no lo usaban. Las tierras de la empresa se habían ampliado tres veces más en los dos últimos años, así que habían ciertas zonas, ciertos puntos ciegos en donde simplemente no se hacía nada. Los trabajadores habían peleado por años para entregar esos terrenos y convertirlos en áreas verdes protegidas por Greenpeace, pero la lucha legal había quedado atascada, cuando un juez corrupto se llenó de suficiente paz(ta) verde como negarles la petición.   

     Por consiguiente, el resultado fueron cien metros cuadrados de absolutamente verde. Un terreno a disposición de los empresarios para talar cuando se les ordene, pero obviamente debían calmar un poco los humos antes de empezar con el plan. Y eso le encantaba a Michael. 

     Tuvo todo un año para modelar el lugar, todo un año para experimentar qué y qué podía no hacer. Dónde los gritos empezaban y se ahogaban al instante. Dónde la sangre podía pasar por tierra pantanosa. Dónde el olor a mierda se confunde con los pinos del bosque. Dónde estaba lo suficientemente acordonado como para que ningún ciervo o zorro le moleste mientras lleva a cabos sus ritos. Y especialmente, dónde tenía una salida fácil por si todo se echaba a perder.  

     El candado, algo oxidado por el constante uso, reposaba en la pesada puerta de metal. Lo desbloqueó, y usó toda su fuerza para poder mover semejante portón, arrastrando sus faldas de metal provocando un chirriante ruido con el roce, parecido al de una gata pariendo crías. 

     Ingresó, encendiendo la luz y dejando a la vista los vacíos barriles de latón, levantando un pestilente aroma a gasolina rancia en el ambiente. Dejó la puerta abierta, confiado en que nadie entrara (o saliera), como lo estaba acostumbrado ya a hacer. 

     Caminó en el angosto espacio que los grandes almacenes de barriles le ofrecen entre ellos y la pared de concreto. Abrió una segunda puerta, e ingresó a una raída sala, sucia en casi su totalidad. Se podían distinguir pequeñas zonas verduscas en las esquinas, y marrones, tirando para negro, en los mohosos bordes de las paredes.

     Manchas de químicos pintaban el cuerpo de los muros, así como también los pequeños almacenes con puertillas de vidrio, que a pesar que la mayoría las tenían rotas, las bisagras aún servían, y gritaban peor que el portón principal cuando se les abría. Los estantes formaban una ele, empezando a la izquierda de la puerta, y terminando en el extremo más alejado de la misma. En la pared del frente, una mesa de cirugía reposaba en sus agrietadas y quebradas ruedas. Y encima, lo que él venía a buscar.  

     —¿Cómo te encuentras hoy día? —se acercó al magullado cuerpo de Ariana, y le besó la frente, cariñosamente—. Sé que he estado ausente por estos días, pero eso ya no va a pasar... ¿y sabes por qué? —sonrió falsamente, solo para amenizar el ambiente—. Porque ya no sabrás si quiera si vendré nuevamente. Y no me malinterpretes. Eso no quiere decir que dejaré de visitarte... Al menos aquí. A lo que me refiero es que ya no me sirves, ya ni siquiera es divertido. Cumpliste tu propósito en la vida, y ahora debes seguir adelante. Pero quiero dejar en claro, Ariana, que no eres tú, soy yo. Soy yo el que se ha fijado en alguien más, porque sí... Hay alguien más. Y con el dolor en mi corazón debo confesártelo. Esto no va para más. Debes irte. Pero no sin antes, dejarme agradecerte por todo lo que has hecho por mí. Gracias a ti escogí este lugar. Tú fuiste la fuente de todas mis pruebas, y satisficiste todas mis dudas, y deseos. He aprendido mucho gracias a ti, pero es tiempo de decir adiós.

     Michael colocó su mano en el rostro de Ariana, y movió su boca, de tal manera que simulaba una mueca de tristeza. Le tomó las pestañas de un ojo, y le levantó delicadamente el párpado, dejando a la vista aquellos hermosos ojos cafés de la muchacha.  




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