Un disparo alertó al vecindario entero. Los perros se herían la garganta al ladrarle a todo pulmón al aire, a la oscuridad. Entre sombras, la luz de los pasillos se movía, y opacaba por completo las tinieblas proporcionadas por la falta de iluminación.
Derick saltó de la cama, con cada pequeño vello de encima erecto y nervioso. Empezó entonces a llorar, a gemir a mares y gritar "¡Mamá! ¡Mamá!", una y otra vez, por mucho más fuerte que el bullicio de los perros.
La puerta de su habitación se agitó y abofeteó la pared paralela, la que le servía de soporte. Era su madre, Maddy Peck —o Maddy Hayden, si se considera su apellido de soltera—, que envuelta en una bata amarilla desteñida y sudorosa, acudía desesperadamente al llamado de su pequeño.
—¡Derick! ¡Ven! ¡Rápido! ¡Ven para acá! —La joven madre hizo un gesto con el brazo izquierdo, meciéndolo agresivamente hacia adelante y atrás, señalándose a sí misma con la palma entera. Derick lo entendió instintivamente, y corrió hacia los acogedores brazos de su madre.
—Mamá —soltó el pequeño entre lágrimas —. ¿Qué fue eso?
—No te preocupes hijo, todo está bien —tomó al niño en su regazo, alzándolo con dificultad, y lo trasladó por el corto pasillo de la casa hasta la puerta que da cabida al sótano—. Todo estará bien. —Derick ladeó el rostro, para poder observar el de su madre, y notó que este estaba furioso, mas no asustado por el horrible y tronador impacto.
—¿Por qué vamos al sótano, mami? —El niño rebotaba en los brazos de Maddy en cada escalón que la castaña pisaba—. ¿Mami?
—Guarda silencio, Derick —bajó al niño y lo puso en el suelo, se dio la vuelta, acercándose a la escalera, y alcanzando los primeros escalones. Descansó la mano derecha en el barandal de madera roída, y paró el oído a cualquier ruido que se avecinara por la puerta semiabierta del tétrico y polvoriento cuarto—. Vamos a jugar un juego, ¿está bien? —le dijo al infante, sin ánimos en la voz—. Nos vamos a esconder aquí por un momento, hasta que...
La puerta principal de la casa sonó violentamente. Unos frenéticos golpes punzantes hacían vibrar la añeja madera, y desesperaba el alma de Maddy. No por lo que le pudiera pasar a Derick, al fin y al cabo era solo un niño, y ella aún era joven y podía tener más en cualquier otro momento, pero era su vida lo que le importaba, era su vida la que estaba en juego en aquel momento, y el pequeño bastardo no hacía más que ruido en el primer piso, ruido que atraería al enfermo mental que está echando balas a los vecinos.
Hace ya semanas que había escuchado sobre un idiota que mataba sin un compás determinado, y cómo no escuchar sobre él si lo pasaban casi todo el día en los noticieros, solo paraban para actualizar la vida de las modelos locales, y entretener al público con algún que otro vídeo viral de animales en Internet, momentos que ella sí disfrutaba, ya que ver tanta muerte en la televisión le daba asco.
Totalmente repugnada de tantas personas mierderas en el mundo, gente egoísta que se place al matar a otros, esperaba con toda su alma que lo atrapasen rápido, para que aquel idiota no le arruinara cualquier noche de placer. Es más, en ese mismo momento estaba esperando a Steve, el de la gasolinera a dos cuadras de su casa, para que le dé lo que toda mujer de su clase necesita antes de dormir: unos buenos empujones por donde no le entre el sol. Killian, su esposo y padre de Derick, estaba en servicio militar en Iraq, así que necesitaba una presencia masculina en la casa, como ella dice: para que el negocio no se eche a perder por no usarlo.
Tenía dudas sobre la identidad de la persona detrás de la puerta principal, la que agónicamente pedía ingresar a la casa, ya que bien podía ser su Romeo, o por el otro lado, el imbécil de las balas.
Colocó su mano libre encima de los labios del niño, justo cuando este se inclinaba a hacerle una pregunta, y con un prominente "¡Shhhh!", le hizo callar. Los cuatro pares de ojos resaltaron por su anchura en la oscuridad, cuando la puerta cedió, y el cerrojo se partió en pequeños pedazos de chatarra metálica.
Por instinto, el niño se amarró a la pierna de su madre, sujetándola con ambos bracitos alrededor de la pantorrilla. La tensión se apoderó del ambiente. Pasos se escuchaban en el primer piso, pasos cuidadosos que se acercaban al pasillo.
—Vete para allá, escóndete allí —susurró Maddy, señalándole a su niño un hueco a las faldas del viejo piano perteneciente a su suegra.
El niño, sin pensarlo dos veces, corrió hacia el agujero y se escabulló entre las telarañas y el mar de polvo que se respiraba allí dentro. De pronto, la puerta del sótano chilló, y una nueva presencia apareció en el cuarto.
—¿Qué quieres aquí? ¿Quién eres? —Le increpaba Maddy al extraño, pero este solo le miraba, sin decir palabra alguna.
Los escalones gimieron mientras el tipo los recorría. Maddy solo atinaba a retroceder, con el pánico reflejado en todo su cuerpo. Derick observaba todo en completo silencio, pero ya empezaba a notar un pequeño escozor en la garganta, debido al polvo y la suciedad que abrazaba.
La castaña se alejó de la escalera y corrió hacia un montón de ropa sucia contenida en la canasta encima de la lavadora. Echó toda la ropa al suelo, y sujetó fuertemente la canasta de plástico para defenderse. Jamás en su vida había tenido que defenderse de alguien, siempre tuvo a sus pies chicos que lo hicieran por ella, pero no esa vez, esa vez al único que tenía bajo sus pies era al pequeño Derick, y un niño de siete no podía hacer mucho por ella.
El hombre se seguía acercando, poco a poco acortaba la pequeña distancia hacia la zona de lavado del sótano. Derick pudo notar la malicia en el rostro del extraño. Este sonreía sin mover las cejas hacia arriba, sino que se alargaban a los costados, como dos alas de una gigantesca ave se curvan para coger vuelo.
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Editado: 19.06.2020