La cadete reaccionó de la peor manera posible al escuchar tremendas tonterías del crío. Al principio quería creer que estaba bromeando, pero como madre, miró profundamente en el cristalino de sus ojos, y notó que el infante ni se inmutaba al dar tales declaraciones, no le importaba lo que ella llegara pensar o de qué manera lo interpretaría. El niño ni se reía ni lloraba, solo la miraba como rogándole ideas, ayuda, pero la cadete no sabía muy bien con qué quería ayuda el niño.
Para cuando la madre de Derick entró, la novicia oficial ya había empezado un escándalo, colocando a Derick en su espalda y tirando de él hacia la puerta, pero detenida y sofocada por sus propios colegas que no se tragaban ni una palabra que ella les lanzaba.
El niño la desmentía, esta vez sí se reía de lo que la cadete decía, dejándola quedar no solo en ridículo, sino también como una completa mentirosa. La madre se sumó en la gresca hablada, repartiendo vituperios a todo aquel que se le pusiera en frente. Jaló del brazo de Derick toscamente, y advirtió con denunciar a la oficial, amenazó con denunciar al cuerpo entero de policía por levantar falso testimonio contra ella. Ya con lo acontecido, ni siquiera se tomaron la delicadeza de pedirle acompañarles al departamento a dar una declaración oficial, simplemente se marcharon tan rápido como llegaron.
—¿Qué les dijiste?... —susurró Maddy, sentada al filo de su cama, al darse cuenta que Derick la estaba acechando.
—Nada mamá —repitió una aguda voz que abría la puerta de la habitación, lentamente.
—¡¿Que qué mierda les has dicho?! —La señora se levantó con furia, tirando la poca ropa que tenía encima de las sábanas.
—Lo siento mamá... —El niño agachó la cabeza pero no la mirada. Hizo el ademán de levantar los bracitos para defenderse, pero los dejó a mitad de camino—. En serio, no les he dicho nada.
Maddy se acercó al niño, alzó la mano derecha por encima de su cabeza y la impactó ferozmente en la mejilla de su hijo. Una sonora bofetada lanzó al pequeño al suelo, que solo atinaba a masajearse la zona enrojecida con las pequeñas palmas de sus manos. Ya acostumbrado a ese tipo de tratos, sabía perfectamente que llorar solo alentaba a su madre a que le golpeara más y más hasta que se calle o haga exactamente lo que ella le pida.
—Si vienen a por ti, dejaré que te lleven. No me importa lo que diga la mierda de tu padre, o si me trata de matar a golpes como siempre... ¿Por qué no les cuentas eso? ¡Eh! ¡Pedazo de mierda! ¡¿Por qué no les cuentas eso?!
—Pero mi papá no está...
Maddy abrió el cajón más alto de su cómoda, y sacó un trozo de papel arrugado de dentro. Se lo lanzó a su pequeño justo al pecho. El niño la planchó con ambas manitas. La carta era de su padre, o al menos en su nombre. Derick ya sabía leer perfectamente para su corta edad, y no tuvo inconvenientes en descifrar el mensaje. Su padre regresaba a casa en doce días.
"Ojalá se hubiera muerto.", pensaron ambos al mismo tiempo.
Maddy recordaba pocas buenas cosas de su marido. Como lo duro que se ponía para defenderla de algún cretino, o los fines de semana de caza con Derick en la espalda, mientras aún era un bebé. Las noches de sexo el primer año de casados, esos días en los que creía... No, sabía que era feliz a su lado, pero no supo aprovechar el momento. Es irónica la vida, cuando tomas pastillas de joven para poder divertirte en un nivel que solo la mente es capaz de soportar, pero olvidas las píldoras que realmente necesitas para que tu vida no se vaya al carajo. "Un hijo no es tan malo...", se trató de convencer, cuando vio el positivo en la prueba de embarazo, pero no pudo. Nunca pudo.
Cuando Derick llegó, se acabaron las salidas con amigos, se acabaron las noches enteras de sexo, se acabaron los gastos en plantas y pastillas que pincelan una enorme sonrisa en sus rostros a placer. Responsabilidades que ni ella ni mucho menos su marido querían, cayeron entonces del cielo y ninguno supo muy bien cómo cargar con tremendo peso en sus espaldas.
Todos los días, Maddy tenía que aguantar a un ebrio que solo pasaba por casa cuando necesitaba una mujer para sus necesidades, o no encontraba dónde más comer. Guardaba el dinero de la pensión —por su servicio en la milicia— en lugares estratégicos de la casa, y pobre de ella si daba con aquellos escondidos terrenos, pobre de ella si le reclamaba algo...
El primer servicio de su esposo en Mali fue un infierno. Tal vez por ello no recordaba mucha cosas felices junto a él. Las pesadillas estaban muy arraigadas a su vida, los lamentos, los gritos en la bañera de frustración y terror.
Una noche —no debían ser menos de las tres de la mañana—, le confesó en su estado etílico, los procesos de tortura que había sometido no solo a hombres, sino también a mujeres y niños. Le contó entre lágrimas, cómo pelaba el brazo de una niña de tan solo seis años de edad para que sus padres dieran la localización exacta del cabecilla que buscaban. Él mismo se observaba los brazos mientras narraba, cómo la tierna piel de la pequeña dejaba atrás una carnosa capa de músculo blanco, con ramificaciones sangrientas al azar. La pequeña no soportó el dolor en aquel instante, y se desmayó a los pocos minutos.
Lo que para Killian Peck fue un alivio de momento, ya que el chillido de la pequeña no le dejaba concentrarse, y desollar es un arte en la guerra, un arte difícil de perfeccionar, ya que si no coges mucha piel al principio, la cuchilla se pierde entre vellos y deja de cortar, en cambio, si coges mucha, agarras carne y te vas hasta el hueso.
En ese momento lo supo. Maddy miró con horror y asco a su esposo —que de pronto cayó en la alfombra y se quedó dormido, babeando sus mejillas con bilis amarillenta del vómito que su mareo provocaba—, y supo que ya no era el Killian que conoció en el instituto. Supo que lo había perdido para siempre y que esta nueva versión no le iba a agradar. Y cuán en lo correcto estaba...
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Editado: 19.06.2020